Por San Valentín era cuando en dos mil cinco escribí el primer artículo de mi columna «Que quede entre nosotros», que empezaba así «La tarde ... de aquel domingo en que mi santo les dijo a nuestros hijos (de catorce, diez y siete años) que se venían con nosotros al cine a ver 'Los chicos del coro', ellos también, sí, los tres protestaron lo que no está escrito». El artículo se titulaba «Coro de emociones» y escribía sobre esa deliciosa película.
Quince años y casi cuatrocientos artículos después, sin dejarlo ni siquiera en agosto, mi hijo mayor tiene veintinueve años y me va a hacer abuela este verano. Entonces no había guasap –¡el mundo sin guasap!–, ni Facebook ni Instagram, los teléfonos aún se usaban para hacer llamadas, todavía usábamos cámaras fotográficas, y la alternativa al cine era alquilar una película en el videoclub, aún no había llegado Netflix. Hemos mejorado en muchas cosas pero en otras seguimos igual. Por ejemplo, me sigue desesperando e indignando que ahora, como entonces, esa violencia contra las mujeres que es la prostitución siga dándose en nuestro país y en el mundo impunemente. Contra esta explotación he escrito unos cuantos artículos. A muchos se les llena la boca de igualdad y de lucha contra la violencia contra las mujeres pero no hacen nada para acabar con la prostitución.
La vida son etapas en las que unas puertas se abren y otras se cierran, y creo que ha llegado el momento de cerrar una puerta, de terminar la etapa de «Que quede entre nosotros». Está será mi última columna. Compartir con los lectores de este nuestro periódico el día a día de estos años ha sido lo mejor de este viaje que se inició y ha sido posible gracias a la confianza de su director, José Luis Prusén. Gracias a él y a los lectores por su generosidad.
He evitado durante estos años escribir de temas políticos, porque me ha parecido que ya había mucha opinión política y aunque la creo muy necesaria, mis intereses van por otro lado. Me interesa mucho más el día a día de las personas más allá de las ideas políticas, las dificultades y las alegrías de la vida, esas cosas que nos hacen felices (o desgraciados) y que pasan desapercibidas entre el ruido y la furia de la actualidad política, esas pequeñas cosas que hacen que la vida tenga sentido.
Ha sido una experiencia única compartir esta columna, he disfrutado mucho y me ha servido sobre todo para explicarme a mí misma lo que pasaba a mi alrededor y tratar de entenderlo, cosa que no siempre ha sido fácil. He intentado hacerlo sin acritud y buscando siempre –como en la vida– el lado positivo, aunque suele tener más éxito lo contrario.
No me quiero poner nostálgica. La nostalgia es un error y además los adioses suelen estar muy sobreactuados, a la gente le encanta exagerar en las despedidas. Por eso me despido con la sencilla letra de la jota «Allá va la despedida»: «Allá va la despedida, la que echan en Sotosalvos, a vivir que son dos días, y a los cien años to's calvos».
¿Tienes una suscripción? Inicia sesión