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Si una hubiera tenido suficiente fuerza de voluntad como para persistir en algo, aunque solo fuera en sus errores, habría acabado siendo abogada. Te decían «haz Derecho, que tiene muchas salidas». Y es verdad, que yo salí por una de ellas: por la de atrás, en concreto, porque nunca acabé la carrera. Una pena: ahora podría estar llevando los asuntos de Kiko Rivera. O reclamándole los trastos de torear a su madre en nombre de Fran y Cayetano. O cantando en un grupo musical llamado Alijo, como Conde-Pumpido, el abogado de Rafael Amargo. Sí que tenía salidas la carrera, sí. Y variadas. Sobre todo en televisión.

Estudiaba Derecho mientras los años se me hacían larguísimos porque, a veces, hace falta cuarto y mitad de vida para descubrir no solo quiénes somos, sino quiénes no llegaremos a ser nunca, y yo tardé en darme cuenta de que jamás me convertiría en Clara Campoamor. Ni siquiera en Lola, la abogada a la que interpretaba Ana Diosdado de 'Anillos de Oro'. Otra pena, que me he quedado sin la posibilidad de ir por los pueblos de España conduciendo una divorcioneta. Por 150 euros, estos abogados matrimonialistas itinerantes te libran del cónyuge en veinticuatro horas. Un hallazgo en estos tiempos de convivencia forzosa donde algunos están atados a su contrario en un día festivo como hoy y no se ponen de acuerdo ni en quién se ducha primero, ni en si pedir chino o italiano, ni en qué película ver después de comer. Normal que haya aumentado el número de divorcios tras los confinamientos. Y más si tu pareja es de las que dice «especies» en lugar de «especias» al hablar de condimentos. O «bufé» en vez de «bufete» para referirse a un despacho de abogados. Yo, esos divorcios los llevaba gratis.

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