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Quizás, como mucho, arena

CHAPU APAOLAZA

Miércoles, 1 de marzo 2017, 23:59

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La primera vez que entré a trabajar en la redacción de Colpisa, llevaba unos zapatos muy formalones con una suela de piel que resbalaba sobre el asfalto volcánico de Madrid. Bajaba yo hecho un pibe, andando junto a la migración africana del atasco de José Abascal, que incluso en la ligereza de la ciudad en verano, a esa hora tomaba dimensiones de catástrofe humanitaria. Tenía más pelo. Entré en la redacción de Colpisa y me invitaron a un café de máquina. Temblaba tanto que me lo derramé sobre los pies, como si me hubiera orinado. El día en que me asomé al mundo, me abrasé las piernas.

Hoy dejo la redacción de Colpisa y tantos años después descubro que no he dejado de temblar. Dijo Juan Belmonte que el día en el que no pudiera cabalgar, se volaría la cabeza. Cumplió. Yo, el día en que deje de temblar, me quito de esto. Ese día no ha llegado. Las lecciones y los balances son siempre esquivos y traidores. Miro por el retrovisor y, al margen de batallas periodísticas más o menos fútiles que sirvieron para envolver algún bocadillo o para cubrir acaso el suelo de la jaula de algún canario, aparte de esto y de ciento veinte ataques de risa y dos docenas de cabreos, queda solamente el azar a mi favor y una lista de gente que me echó un cable, que me dio una oportunidad o que me ofreció un pitillo en una trinchera. Esa la tengo clara. La de los hijos de puta la perdí el martes en las escaleras del metro; pueden estar tranquilos pues viven en mi nada más absoluta.

Detrás de estos dedos que pulsan las teclas hay noventa kilos de asombro y de duda y tres o cuatro golpes de suerte, espanto, deslumbramiento, vergüenza y orgullo. No busquen lecciones sobre los retos del ser humano porque no tengo ni la más mínima idea de lo que es el ser humano. Constato, como mucho, que después de tantos charcos, de tantos tiroteos y de tantos encierros, seguir de pie en un ejército diezmado supone un milagro estadístico, que es la única manera posible de milagro.

No sabía quién era cuando llegué, menos aún lo voy a saber ahora. El periodismo me ha ido gastando como a un guijarro en un río. Soy, quizás, como mucho, arena de mí mismo. Pueden encontrar mis restillos en aquella lonja de Barbate durante un naufragio. Quedé junto a los mechones que se arrancó aquella viuda del mar, en el zarzal junto a la cuneta de las vías de tren de Angrois, en los cristales tiroteados de los cafés de París, en el camerino de un travesti, en la sala de espera de un hospital, en los amaneceres de África, en el fondo de agua y gasolina de una patera, en la suerte y la desgracia que crucifican la gloria en los cuatro horizontes del mundo. Cada historia se llevó una parte de mí y me dejó una parte suya, con lo que tienen delante a una suerte de frankenstein hecho de retales de ideas, la sombra de la sombra de la certeza. Salgo de la redacción hecho gloriosamente unos zorros, dulcemente herido de muerte por el mundo. El periodismo me enseñó a ser menos yo. Ya es algo.

Esto no es una despedida, pero gracias por estar ahí.

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