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PABLO GARCÍA MANCHA
Jueves, 27 de septiembre 2018, 23:27
Logroño. El presidente se cargó la corrida. El sexto toro apenas se sostenía en pie -ya flojeó nada más salir al ruedo- y se empeñó en mantenerlo a pesar de sus claudicaciones antes de llegar al caballo y especialmente en banderillas, donde perdió las manos de forma flagrante. Don Víctor Marchena dialogaba y dialogaba con el asesor veterinario. Vaya a usted a saber los registros de su conversación, los matices formales y áulicos ante la constatación de que el animal era absolutamente inútil para la lidia y que la expectación y el ansia de volver a ver a Roca Rey pasearse por todos los abismos de la tauromaquia se iban a transformar sí o sí en una bronca al palco descomunal y lo que es peor, en una enorme decepción para los miles de espectadores que ayer casi llenaron La Ribera.
El cambio del toro era una minucia; era una decisión sencilla e inteligente ante lo que estaba por venir. Y había que sumar a todo eso el deseo del público logroñés de emocionarse de nuevo con la alucinante tauromaquia de la roca limeña. Pero no. Don Víctor Marchena se enrocó en una jugada absurda e incomprensible y destruyó buena parte del espectáculo, la ilusión de muchos espectadores y el sabor final de una corrida que había levantado una expectación sin precedentes.
Y fue una verdadera lástima porque el torero peruano anda con la hierba en la boca y ahora mismo se ha convertido en el matador con más arrastre de público, en el diestro con más tirón popular y en la gran y fecunda alternativa a las figuras que llevan en la cúspide veinte años. La pura verdad es que ha tardado en salir dos décadas una figura de su magnitud, de su capacidad y del carisma que atesora un insultantemente joven matador que da la sensación de que no se le pone nada ni nadie por delante. A no ser que se suba al palco un caballero tan testarudo como demostró ser don Víctor Marchena.
Pudo haber cortado Roca dos orejas aplastantes a su primero, 'Napoleón', un toro colorado, bien hecho y con tendencia a buscar las tablas. Estaba en el filo de esa mansedumbre con un fondo de casta suficiente para sostener la pelea. Eso sí, con movilidad y poder básico para aguantar la lidia de un torero que no se da tregua ni un instante. Lo buscó de salida a la verónica, intercaló delantales y después chicuelinas. El primer puyazo se lo llevó en una de sus búsquedas de la querencia y Roca lo volvió a domar por chicuelo rematando el quite con una templadísima brionesa.
Gravitaba por la plaza un presagio de faena grande. Comenzó con dos cambiados por la espalda. Hieráticos, ensimismados, con esa verticalidad que impone en sus inicios de faena. Se sacó al toro por arrucinas después de prologar la serie con un pase de las flores dictado al ralentí.
Roca lo templó en redondo exigiendo al toro fondo del bueno para perseguir la pañosa. El animal punteaba, pero la capacidad de su temple se impuso a un defecto que pasó totalmente desapercibido para el público, que sencillamente estaba rendido a la aplastante superioridad de su tauromaquia. Hubo un inicio de una serie al natural catatónico: presentó el envés de la muleta en el último instante cambiando el viaje del toro de una forma asombrosa. Y Roca Rey pétreo, inconmovible, con la sensación de que estaba ausente de cualquier riesgo mientras pisaba brasas ardientes. Hubo un pase de pecho absolutamente enroscado al toro, interminable. Y no paró ahí, se fue a chiqueros y allí jugó con un fajo de bernadinas cambiando el viaje en el último instante que hicieron rugir a la plaza. Pinchó antes del espadazo definitivo y perdió una puerta grande apoteósica.
El resto fue otra historia, a pesar de la gran tarde de toros que dio Enrique Ponce y del buen segundo ejemplar de que dispuso José María Manzanares en la apertura de su lote. Ayer la corrida fue de Roca Rey. De cabo a rabo. De principio hasta el final. Y eso a pesar del palco y su obstinación en el error.
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