El botón rojo
Belén Martínez-Zaporta
Miércoles, 24 de septiembre 2014, 19:19
Caminito del Ebro. Con tres niñas era una eternidad. Mis padres tenían que planificarlo todo, darnos de cenar temprano, salir pronto de casa y con el ánimo de llegar hasta allí. Entonces era más que ir al extrarradio, en los ochenta era allí donde se tiraban los fuegos. No cambiaban de ubicación como ha ocurrido en décadas posteriores.
Entonces tenías que entrar en un descampado de hierbas indomables para verlos. Siendo pequeña impresionaban, hasta el punto de que el ruido nos hacía temblar como hojitas, aunque al día siguiente queríamos volver.
Diez años después me encontré recorriendo el mismo camino para escribir la crónica de los fuegos para este diario. Había que valorar si eran buenos o malos, si llenaban el cielo o no, si en realidad los pirotécnicos habían disparado lo que la ciudad de Logroño les había pagado por aquel espectáculo de San Mateo. Estaba haciendo uno de mis cuatro años de prácticas de carrera y Matute, de la Policía Local, tuvo que explicarme antes del estreno los detalles técnicos para que pudiera distinguir si el castillo del día había merecido la pena o no.
Entonces pude ver los fuegos artificiales desde otra perspectiva, casi desde debajo, por supuesto, cumpliendo las normas de seguridad (de ello se encargan los responsables del Ayuntamiento de Logroño). Podías situarte en el margen del Ebro desde el que se disparaban y aquel olor al humo de la pólvora te entraba por la nariz y te impregnaba hasta el pelo. Era emocionante, a pesar del frío y de la humedad que ese año me llevó tras las fiestas a tener un pasmo de 39 de fiebre.
Sin buscarlo, antes de aquel típico virus de San Mateo, tuve una experiencia única. Uno de los grandes profesionales de la pirotecnia española me dejó apretar lo que yo recuerdo como el botón rojo. Pensándolo bien, creo que tuve que girar una pequeña llave, pero para mí siempre fue el botón rojo. ¡Dale!, me jaleó, y en ese instante disfruté un honor reservado para muy pocos. Fue como prender la mecha pero al estilo del siglo XX, la mecha de la ilusión de tantos niños y de sus padres que miraban hacia arriba desde el otro margen del río a la espera de la primera muestra de que los fuegos artificiales ya habían comenzado.
Las figuras de luz fueron llenando el cielo, el ruido conquistó el espacio y entonces se iluminó nuestro Ebro, que como un espejo reflejó todos aquellos colores.
¡Magnífico!, exclamó el pirotécnico, mientras yo seguía impresionada de que mi gesto hubiera desatado aquella fiesta de luz. Lo dijo como si yo hubiera hecho algo esforzado cuando era lo más sencillo de aquel trabajo, darle al botón rojo.