El presidente cuántico
CRÓNICAS VENENOSAS ·
«Si no veo bien, dime tú, tú que me conoces, mi mentira, señálame la impostura, restriégame la estafa. Te lo agradeceré, en serio» - Rafael Cadenas, premio Cervantes 2022El día en que Pedro Sánchez se retire, en lugar de ganarse la vida dando conferencias, debería donar su cuerpo a la ciencia médica. Su ... cerebro debe ser fascinante, una montaña rusa de neuronas haciendo frenéticas e inconstantes conexiones, con impulsos eléctricos aleatorios, que lo mismo corren para un lado que para otro y que cumplen asombrosamente el principio de incertidumbre de Heisenberg.
No se pueden medir sus pensamientos, no se puede saber en qué punto están, no se puede garantizar que, en su mente, no haya ahora mismo varios universos en colisión. Es problablemente el de Sánchez el único cerebro cuántico del mundo, en el que categorías como verdad o mentira se convierten en materias elásticas y deformables y las viejas teorías físicas de Newton han perdido toda su solidez. Cae una manzana, pongamos por ejemplo en Cataluña, y nunca llega al suelo, queda flotando en el aire y va de aquí para allá, de Waterloo a Barcelona, hasta que de pronto se esfuma y pelillos a la mar.
No es solo que Pedro Sánchez mienta –eso lo hacen con admirable soltura todos los políticos, y usted y yo a veces también–, sino que resulta prodigiosa la impavidez con la que engarza consecutivamente síes y noes sobre las cuestiones más graves. En la entrevista del pasado jueves con García Ferreras, en la Sexta, se atrevió a decir, con enorme rotundidad y sin mover un músculo, que la rebaja del delito de secesión era lo que «siempre» habría defendido.
Siempre.
En el año 2018, Pedro Sánchez (ademán preocupado, gesto contrito) apoyó la necesidad de aplicar un artículo 155 «contundente» y se manifestó favorable a ampliar el delito de rebelión para que encajase ahí sin lugar a dudas el surrealista levantamiento catalán. Más aún, el 17 de mayo, Sánchez dijo en Antena 3: «Clarísimamente ha habido en Cataluña un delito de rebelión y sus responsables deberían ser extraditados a España. Si no hay altercados públicos, lógicamente eso no significa que pueda haber un delito de rebelión como sí que se produjo».
Cinco meses después, en la tribuna del Congreso, un facundo Pedro Sánchez explicaba con gran soltura pedagógica que, en el caso catalán, hablar de rebelión era decididamente excesivo porque no había habido militares de por medio. Lo que sí hubo de por medio, entre una declaración y otra, fue una moción de censura y una negociación presupuestaria para la que necesitaba el apoyo de los independentistas.
Cuatro años después, aquella alianza ocasional con Esquerra se ha vuelto matrimonio estable y la negociación de los presupuestos, una almoneda cada vez más pintoresca. Y en este justo momento acabamos de saber que, para Pedro Sánchez, ni siquiera hubo sedición. Aquello solo fue una chiquillada, un mero tocar los huevos adolescente, una sardana patriótica que el Estado cejijunto se tomó a la tremenda. Ni siquiera cree necesario explicarnos a los españoles por qué él ha cambiado de opinión ya que, como le dijo a Ferreras, «siempre» ha defendido lo mismo. Sánchez no necesita justificarse porque ha obrado el prodigio de la extrema volubilidad y sus bruscos giros se asumen con mansedumbre y resignación, como si fueran fenómenos atmosféricos. Es Sánchez, recordemos, el hombre que en 2015 dijo en Navarra Televisión, con cierta chulería indignada: «Con Bildu no vamos a pactar. Si quiere se lo digo 5 veces o 20 durante la entrevista. Con Bildu no vamos a pactar».
Los espectadores ajenos nos divertimos de lo lindo desentrañando la compleja psicología de Sánchez, pero no sé yo qué pensará Concha Andreu. En la tribuna lo defenderá con ardor, pero quizá por lo bajini esté reprochándole lo difícil que le está poniendo ganar las elecciones en La Rioja, ese triste territorio sin sediciosos ni rebeldes.
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