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Cinco jóvenes de Logroño y uno de San Millán, en las entrañas de uno de los buques de la compañía italiana Siba. :: L.R.
Pastores del océano

Pastores del océano

En la década de los años 70, un anuncio de la compañía naviera Siba en el que se buscaba gente con agallas despertó la sed de aventuras de aquellos jóvenes riojanos | Vecinos de San Millán recuerdan los tiempos en que muchos jóvenes se hicieron marineros para conocer mundo a bordo de barcos de transporte de ganado

JAVIER OSÉS

San Millán

Domingo, 17 de junio 2018, 21:40

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De pronto, la llama de la aventura prendió en su ánimo y uno detrás de otro se hicieron marineros para conocer mundo a bordo de buques de transporte de ganado, de corderos, de toros y de caballos. Eran jóvenes de distintos puntos de La Rioja. De la montaña y de la llanura, de las tierras de la viña y de los llanos del cereal.

Espigados, bajos, mantecosos y fibrosos. Todos eran aptos para este menester acuático, a condición, eso sí, de que no se marearan con el balanceo de las embarcaciones por esos procelosos mares y océanos que derraman sus aguas a lo largo y ancho del globo terráqueo.

¿Se puede perder un millón en un minuto a las cartas?

Se puede. Vaya que sí se puede. Uno de los entonces jóvenes de San Millán de la Cogolla lo vio en vivo y en directo y todavía deja traslucir una mueca de asombro al recordar el episodio de los naipes. «Como teníamos mucho tiempo libre, solíamos jugar a las cartas. Se jugaba mucho. Se jugaba fuerte. Yo vi a un español perder un millón de pesetas (6.000 euros al cambio actual) con otro español… ¡en un minuto!

–¿En un minuto?

–Lo dicho: en un minuto.

Y cuando no había cartas, había bebida; a veces hasta de más: «Una vez, un borracho se cayó al agua y estuvimos tres o cuatro horas buscándolo».

–Hasta que apareció el cadáver… me figuro.

–No, no, si el tipo estaba vivo. Borracho, pero vivo.

Y cuando no había cartas ni bebida, estos grumetes de secano entretenían los momentos de asueto viendo películas italianas, hechizados con los encantos del mito nacional Sofía Loren, con su empaque de mujer de rompe y rasga, o disfrutando con esos filmes del denominado neorrealismo tan hermosos que no tardaban en atraparles y zarandearles y agitarles hasta dejarles al borde del clímax más placentero y sedante. Y no solo eso, sino como las películas eran italianas y la mayoría de la marinería eran italianos, los jóvenes de San Millán de la Cogolla acabaron por entender ese idioma, un idioma que es primo carnal del español que nació en los monasterios hace ya muchos años. Una montonera de años.

-Unos mil años o así.

-Sí, sí, por ahí.

-O igual más.

Corría la década de los 70 y la noticia de que la compañía italiana Siba buscaba gente con agallas saltó como una liebre de boca en boca (o de boca a oído) y no fueron pocos los jóvenes que se acercaron a los bares Porto Novo y Napoli, de Logroño, para alistarse formalmente y ponerse al delicioso servicio de la sorpresa.

Los testimonios que sirven de materia prima a este reportaje se suceden espontáneamente en una merendola en un bar de San Millán de la Cogolla, al calor de una lubina espolvoreada con lascas de ajo crujiente y al amor de un jugoso vino de los majuelos inmediatos.

«Lo primero que hacíamos después de desayunar era tirar las reses muertas por la borda»

«Yo solo había visto el mar una vez», dice uno de los comensales; «fue cuando bajé a Ceuta a la jura de bandera de mi hermano, que estaba allí haciendo la mili en un cuartel».

Pero luego, todos estos riojanos, media docena de ellos de San Millán de la Cogolla, se hartaron de ver agua, agua y más agua. Toneladas de agua. Hectáreas y hectáreas de agua. Agua a raudales. El mar Mediterráneo, el del Norte, el Adriático, el de Arabia, el Canal de Suez (en Egipto), el Golfo Pérsico y los océanos Atlántico e Índico.

Esos océanos por los que, en tiempos, habían navegado los vikingos, los conquistadores extremeños con Colón a la cabeza (y los hermanos Pinzón) y los cinematográficos buques balleneros vascos en pos de Terranova, esos océanos que ahora estaban poblados por barcos de guerra y submarinos, por buques de transporte de combustible y gases licuados y no licuados, por atuneros y por lanchas o yates de recreo en cuya cubierta se bebía Martini o cava y se degustaban gambas o cigalas y también ostras ahogadas en jugo de limón.

Tras recibir la llamada de la naviera Siba, se despedían de los monasterios de Suso y Yuso, donde forjó su dimensión universal el idioma castellano, para zambullirse en un marasmo de lenguas y dialectos que se hablaban en los lugares en los que habrían de recalar: en Brasil, en Australia, en Irlanda, en Libia, en las Islas Azores, en Alemania, en Rusia, en los países árabes, en Polonia y en etc, etc, etc.

«Una vez llegamos a llevar 45.000 corderos en el barco desde Australia a los países árabes»

Aunque alguna vez lo hicieron en tren, solían partir de España en aviones que los dejaban en los puertos italianos de Nápoles, Bari, Sicilia o Génova. Y ahí, subidos a petroleros adaptados al transporte de ganado (livestock carriers, en inglés, que suena más cosmopolita) se convertían en unos decididos pastores del océano, trabajando duro en esos gigantescos corrales flotantes que de noche, recuerda uno de ellos, con las luces encendidas, parecían los edificios de una ciudad.

Los sonidos en el barco

Y por el día, berreaban, berreaban y no dejaban de berrear. Beeee iban diciendo los barcos por el mar. O muuuu, si eran toros los que constituían la mercancía. O.... o.... bueno, si se trataba de caballos, el barco relinchaba. Su misión era suministrar pienso y forraje al ganado, además de agua y medicamentos y de adecentar los establos con pautada regularidad, además, vaya por Dios, de arrojar a las aguas los animales que morían durante la travesía, para que se dieran un festín culinario los peces de por allí con inclinaciones carroñeras, mayormente tiburones, aunque también les tocó toparse con cachalotes. «Lo primero que hacíamos nada más saltar de la cama a las seis de la mañana...».

-¡A las seis de la mañana!

-Sí, a las seis de la mañana tocaban diana y lo primero que hacíamos era desayunar y de seguido arrojar por la borda las reses muertas. La vez que más animales murieron fueron 2.500.

-¿Pues cuántos ejemplares portaba el barco?

-Cuando más, unos 45.000 corderos. Los llevábamos de Australia a los países árabes (donde, después de este crucero con encanto -y esto lo dice el periodista- eran degollados con su ojos orientados hacia la Meca). Aunque yo la vez que más cantidad vi fue 220.000 corderos que iban de Australia a Japón en dos barcos atendidos, cada uno de ellos, por cincuenta filipinos, cuenta otro comensal que participa de la conversación, de la lubina y del vino de los pagos de Badarán.

Los toros los solían cargar en Irlanda y tenían como destino la Libia de Muamar el Gadafi, ese sátrapa estrafalario que lucía unos no menos estrafalarios tocados del desierto y unas estrambóticas gafas de sol negras/carbón con patillas de destellos eléctricos. Y los caballos procedían de las verdes, inabarcables y bucólicas praderas de Rumanía y de Rusia y su destino era bien dispar: mientras unos eran sacrificados para su transformación (cuchillo mediante) en escalopes, entrecots, bistecs y otras lindezas comestibles, los restantes, los que exhibían mejor estampa, eran vendidos a hoteles donde los turistas jugaban al polo subidos sobre sus afortunadas grupas.

Un vecino de San Millán observa los dos barcos en los que estuvo enrolado como pastor, el Siba Queen y el Uniceb.
Un vecino de San Millán observa los dos barcos en los que estuvo enrolado como pastor, el Siba Queen y el Uniceb. L.R.

Y así se les pasaba la vida. Con esa continua trashumancia de rebaños de toros (muuuuu), de caballos (relincho) y de corderos (beeeee) de un lado para otro. En verano, mecidos por la tranquilidad de las aguas y envueltos en esos atardeceres del color de las amapolas que incendiaban las nubes y por esos amaneceres que parecían preludiar el nacimiento de planetas vegetales, minerales y gaseosos habitados por anfibios de dimensiones mitológicas.

Y en invierno, luchando contra la musculatura de las aguas embravecidas, «que es que hasta una vez nos tuvimos que desviar del trayecto para atracar en una isla de Grecia, donde estuvimos cuatro días, hasta que amainó y pudimos proseguir viaje» (una isla, se supone, rocosa y de casitas blancas al estilo de los patios andaluces de geranios, azulejos y fontanas cantarinas).

Había, sin embargo, ocasiones en que las adversidades no eran de naturaleza climatológica propiamente dicha, sino que más bien poseían un detonante humano, como cuando uno los jóvenes de San Millán se estremeció al observar en la opacidad de la noche los resplandores de las bombas al estrellarse contra esa hermosa ciudad llamada Beirut que tantos escarceos bélicos ha padecido a lo largo de su tumultuosa biografía de insinuante dama pretendida por unos y por otros.

Veces había en la que estaban entre 22 y 23 días sin pisar tierra, deslizándose mansa, distraídamente por las aguas saladas del planeta, con sus beeees, con sus muuuuus y con sus relinchos equinos. Días y días comiendo exquisita pasta italiana y carne que cocinaban virtuosos chefs y que servían no menos virtuosos camareros y acrecentando su añoranza por el sexo femenino a cada minuto que pasaba.

-¿Y es verdad eso que dicen que los marineros tienen un amor en cada puerto?

-Ya, ya.

-Pero las mujeres...

-Ah, eso sí. En Irlanda no había que ir a buscarlas por las tascas del puerto, sino que eran ellas mismas las que se subían a los barcos ofreciendo sus encantos. (Aunque había países -y esto lo dice el periodista- donde no se practicaba este albedrío erótico porque estaba penado y moralmente estigmatizado: muy muy estigmatizado).

Permanecían, día arriba, día abajo, medio año fuera de casa, un tiempo durante el cual mantenían el contacto con sus familiares a través de complicadas conferencias internacionales («que se va la señal», «que no te escucho bien» y en ese plan) o a través de cartas de sobre, papel de barba, boli y saliva para los sellos, ya que los móviles entonces y las redes sociales no es que estuvieran en pañales, sino que eran unas futuristas quimeras juliovernianas. A uno de estos jóvenes de San Millán de la Cogolla su padre se le murió cuando estaba atracado en Uruguay, por lo que el funeral, muy a su pesar, tuvo que celebrarse en su ausencia.

Sueldo fundido

Y, ya de regreso en el pueblo, aguantaban hasta que fundían el sueldo, «el buen sueldo que ganábamos, porque los italianos pagaban bien, las cosas como son» (¡qué tiempos aquellos!)

Y luego volvían a esos mares y esos océanos de Dios. Así fue durante la década de los setenta, de los ochenta y de los noventa. Con posterioridad, todos regresaron definitivamente a sus pueblos. También los de San Millán. A sus rebaños de tierra firme. A sus empleos forestales. O agrícolas.

Regresaron a ese pueblo donde, coincidiendo con su llegada, comenzó un nuevo tiempo caracterizado por la intensificación de las visitas de los Reyes de España y de sus hijos (el Príncipe y las Infantas Elena y Cristina), de académicos de la Lengua de todo el orbe hispano (de Argentina, Nicaragua, México y así), de escritores y periodistas, de lingüistas o investigadores del habla, cuya actividad se vio recompensada, hace 20 años y pico, con la declaración de los monasterios de Suso y Yuso como Patrimonio de la Humanidad por la Unesco, lo que supuso una eclosión sostenida de la actividad turística, una mayor atención mediática y un indisimulado orgullo para los vecinos emilianenses, que ya, ahora mismo, no ven partir a sus jóvenes a la aventura marítima, sino que, en una suerte de voltereta de la historia, se han acostumbrado a todo lo contrario: a la llegada diaria, ordenada y llena de fascinación de visitantes interesados en la caligrafía de los medievales escribas o amanuenses (o amanuenses y escribas, tanto da), cuyo invento (el español) saltó también al mar y a través del océano o de los océanos llegó a medio mundo y ahora lo hablan casi 500 millones de personas y lo escriben y lo cantan y lo versifican en poemas con rima y sin rima, con métrica y sin métrica...

-Yo dejé el mar hace 30 años (dice uno de los comensales de esta merienda de lubina y vino en el bar de San Millán de la Cogolla) y no me he vuelto a subir a un barco.

-¿Nunca?

-Nunca.

-¿Pero nunca nunca?

-Nunca.

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