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«¡Dale rápido que se nos queda!, oí en la ambulancia»

Miguel Ruiz relata el atentado que sufrió en Eibar en 1989 en el que murió el agente José Antonio Barrado y él fue herido de gravedad

PABLO GARCÍA-MANCHA

Domingo, 22 de abril 2018, 00:59

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Iba conduciendo y no sentí la explosión; sólo recuerdo que uno de mis compañeros me preguntó qué hacía porque pensaba que había pegado un volantazo por mi cuenta. Tengo en la cabeza grabado el estruendo del motor acelerando sin control ninguno. Eso sí, no veía nada. Estaba bañado en sangre. Como pude, me bajé de lo que quedaba de la furgoneta, que se había convertido en un montón de hierros deformados, y arrastrándome me refugié bajo un bordillo. A pesar de que estaba muy aturdido llegué a escuchar un tiroteo. Era como si no notase mi propio cuerpo. Y es curioso, no había dolor». Así relata Miguel Ruiz, policía nacional, la primera sensación que tuvo tras sufrir un atentado por coche bomba el 18 de diciembre de 1988 en Eibar, cuando conducía una 'Avia' de la Primera Compañía de la Reserva General con base Logroño para prestar servicio en un partido de fútbol de segunda división en el Estadio de Ipurúa, entre el Eibar y el Sabadell. Miguel sufrió heridas por toda la cabeza, mandíbula (rotura del arco cigomático) pérdida de visión en el ojo derecho, lesiones en el brazo y un largo etcétera de contusiones en toda su anatomía que le causaron un rosario de operaciones que culminaron seis años más tarde.

«No me lo dijeron hasta dos días después en la clínica Clavijo, pero la peor parte se la llevó mi compañero José Antonio Barrado, de 30 años, casado y con tres hijos, que murió en el acto. Como todos los policías que íbamos en el vehículo vivía en Logroño. Iba sentado a mi lado y le segó el cuello un trozo del blindaje. Era un tipo excelente y su muerte nos afectó muchísimo. Era cabo, nuestro jefe en el convoy y un buen amigo al que todos apreciábamos. No encuentro todavía palabras para expresar lo mal que me sentí al enterarme». Y es que Miguel recuerda con especial afecto a José Antonio: «Vino a Logroño desde Extremadura porque le gustaba mucho lo tranquila que es la ciudad. Su mujer, Nelly, se quedó aquí tras el atentado y una de sus hijas quiere ser policía en homenaje a su padre».

El coche-bomba fue un R-4, con matrícula falsa, que había sido robado a punta de pistola dos meses antes en San Sebastián, y el ingenio explosivo -compuesto por más de veinte kilos de amonal y cien kilos de tornillos como metralla- fue detonado por el etarra Pedro José Etxeberría Lete a las 15.30 horas, en la avenida de Otaola, al paso del convoy policial formado por tres vehículos. Este terrorista, condenado a más de 400 años por los asesinatos de tres personas, además de un buen número de heridos y estragos, fue puesto en libertad en 2012 tras la derogación de la 'doctrina Parot', que aplazaba su salida de prisión hasta el año 2019.

«En el vehículo no oímos la detonación. Nos afectó antes la onda expansiva que el sonido de la bomba»

Las crónicas del Diario Vasco relataban que Etxeberría Lete fue perseguido por varios vecinos de Eibar que le vieron accionar el dispositivo a distancia, además de los policías de los otros dos vehículos. «Al ser alcanzado y tras caer al suelo, sacó una pistola y logró huir tras amenazar a sus perseguidores». No llegó a aclararse del todo ni cómo fue su escapatoria a pesar de que hubo un dispositivo con helicópteros que rastreó los montes que rodean el pueblo ni el fallecimiento unos días después de José Aldaolea, sacristán de Arrate, que sufrió un grave desgarro femoral.

La explosión fue brutal y destrozó varias fábricas como Alfa y Arbosal y causó la paralización indefinida de la producción en ambas factorías: «Puede parecer increíble, pero dentro del vehículo no llegamos a escuchar la detonación. Nos afectó antes la onda expansiva que el estruendo de la bomba. Me llevaron al hospital de Mondragón y en la ambulancia recuerdo que escuché cómo le gritaba un sanitario al conductor: '¡dale rápido que éste se nos queda!'. Como me iba enterando de todo pensé que si respiraba lo más lentamente que me fuera posible iba a bombear mucha menos sangre y así no serían más cuantiosas mis hemorragias. Entonces sí que comencé a sentir el primer dolor y fue en la espinilla de la pierna derecha. Como era consciente de lo que estaban diciendo los sanitarios, cuando escuché cómo subía la ambulancia la rampa del hospital pensé para mis adentros que si había llegado hasta aquí, de ésta me iba a librar como fuera. Y lo conseguí».

Miguel Ruiz fue atendido en primera instancia en un centro sanitario de Mondragón pero no quiso que le operaran en el País Vasco: «De ninguna manera. Era una precaución que habíamos tomado todos los policías. No nos fiábamos de los médicos vascos porque corrían historias de que un compañero con un tiro en la pierna había muerto desangrado sin que los doctores hicieran nada por él. Me dieron el alta bajo mi responsabilidad y vino a buscarme otra ambulancia que me llevó a San Sebastián porque no podía trasladarme a La Rioja por cuestiones burocráticas. Pregunté por mis compañeros y me dijeron que yo era el que peor parado había salido del bombazo. Respiré hondo porque no podía imaginar lo que en realidad había sucedido. Más o menos a las nueve de la noche y en otra ambulancia me llevaron a Bilbao para trasladarme casi de madrugada a Logroño, donde finalmente quedé ingresado. Varios compañeros pidieron un helicóptero pero no les hicieron caso. Lo que tenía claro es que no me iban a operar en el País Vasco».

Por si fuera poco, Miguel no había podido comunicarse por teléfono con su mujer Marisol, que estaba en Logroño: «No me contestó porque ya se había ido junto a Nelly, la viuda de José Antonio Barrado, en un coche de la policía en dirección a San Sebastián. Le habían dicho que yo estaba herido pero que había sobrevivido». Marisol recuerda aquel trayecto con su compañera: «Fue tremendo, ella con su marido muerto; yo que no sabía a ciencia cierta cómo se encontraba el mío. Un viaje interminable, pavoroso». Y, para cuadrar el círculo surrealista de aquella trágica jornada, cuando Marisol llegó a San Sebastián, su marido malherido estaba siendo ingresado en la clínica Clavijo de Logroño: «Llegué prácticamente inconsciente pero muy cerquita ya de casa».

Miguel Ruiz, tras varias intervenciones, permaneció unas dos semanas en el hospital pero seguía con dolores en la cabeza y muchas molestias. «Un tiempo después y tras diferentes pruebas, la rotura de la mandíbula derivó en una fractura cigomática y me trasladaron al servicio de cirugía maxilofacial de Zaragoza, donde me operaron. Me lo hicieron todo por fuera y la verdad es que las cicatrices de la intervención apenas se notan. Me he dejado barba para disimularlas un poco», sonríe.

Carne de cañón

Muchos policías de la escala básica en aquellos años se sentían 'carne de cañón'. «Y en el caso nuestro más porque se podía haber evitado el atentado. En los 'papeles de Sokoa' (una de las redadas más importantes de la historia de la banda terrorista) aparecía el plan de un atentado de estas características antes de un partido de fútbol a finales de aquel año». Y Miguel va más allá y detalla más medidas de autoprotección que solicitaron a sus mandos y que les negaron: «En vez de ir en furgonetas de patrulla desde San Sebastián a Eibar, propusimos trasladarnos de paisano en nuestros propios coches hasta la comisaría de la localidad y allí cambiarnos e ir al estadio». Pero hubo más: «En el cuartel de San Sebastián había tres o cuatro vehículos que disponían de inhibidores de frecuencias, que se usaban para los servicios fijos. Ese mismo día, vi aparcado uno que tenía inhibidor y lo cogí. Me monté en el coche y al momento salió un capitán gritándome: '¡Dónde vas con ese vehículo; ése no se mueve de aquí que lo necesitamos para el relevo de la cárcel!', me espetó con la vena del cuello hinchada. Yo traté de explicarle que ese servicio era a las nueve y media de la noche y que nosotros íbamos al llegar del partido mucho antes. No atendió a mis razones y nos tuvimos que ir con las furgonas en las que nos cazaron un rato más tarde. Si hubiéramos llevado los vehículos con ese sistema mi compañero no hubiera muerto. Ésa es la realidad. Por lo visto era muy caro poner dicho aparato en todos los coches».

Como un ermitaño

Cuenta Miguel que después del atentado estuvo más o menos un año casi «como si no me hubiera pasado nada». Permanecía de baja porque le operaron tres veces de la mano derecha, le trasplantaron la córnea y sufrió la intervención de la mandíbula. Algunos días iba al cuartel a charlar con sus compañeros, a tomar un café o sencillamente a jugar una partida de cartas. Sin embargo, «después comencé a sentirme psicológicamente muy mal, a darle vueltas de la cabeza. Salía de casa y desaparecía porque estaba dos o tres días por ahí perdido, por los montes o por los campos. Mi mujer ha sufrido mucho. Tenía que llamar a mis compañeros de la policía para que fueran a buscarme. No sabía nada de mí. Me propusieron ir a un psiquiatra pero yo no quería, hasta que me convencieron... Cuando le conté lo que me pasaba me dijo que era normal que un episodio tan fuerte como el que había sufrido tuviera sus consecuencias psicológicas. 'A ti te ha salido ahora, pero más tarde o más temprano tenía que aflorar por algún sitio'. Me explicó. Comenzamos con un tratamiento y empezamos a hablar de lo que me había pasado. En casa no lo hacía porque sentía el atentado como una consecuencia de mi trabajo. Más o menos nos iba tocando a casi todos y no quería hablarlo con nadie. Pero no era tan fácil superarlo; llegó un momento que no podía salir a un sitio donde hubiera mucha gente, no podía ni pasear por El Espolón. Quería irme de ermitaño y no saber nada del mundo. Cuando me entró el bajón viví los peores años de mi vida. Mucho más que el atentado. Estoy convencido de que si no hubiera sido por mi mujer y mi hijo estaría desaparecido. Ellos me salvaron la vida».

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