Un humanista de la charrería
El que fuera jefe de Sección de Urología del Hospital San Millán había nacido en Tamames, en plena charrería, estudiado en la impar Salamanca y, ... en su época «preamaliana», correteado por parte de España en pos de aventuras galantes, mostrando su porte de dandi al volante de un deportivo. De prodigiosa memoria para la Historia, buen oído y perseverancia para tocar el saxofón, mano naif para la pintura y generosidad extrema para la amistad, yo le apuntaba un defecto: que no le gustasen los toros en la medida que, dado su lugar de nacimiento, cabría suponerle. Un irónico punto de fricción que compensábamos con nuestra adicción a la belleza.
A raíz de algunas intervenciones quirúrgicas al alimón, entablamos una amistad que trascendió lo profesional y cobró vuelo en su chalé de Villamediana. Cada vez que regresaba de su pueblo solía llamarme: «He traído buena chacina de Salamanca, tráete a quien quieras a almorzar». Y me presentaba con amigos que sabía serían de su agrado. Así, Pepe Herráiz, Paco Hidalgo, Toño Aguado (¡Dios, todos ellos ya fallecidos!), el cantaor flamenco Pepe Montero, el traumatólogo Antonio Francia, y un retratista que propició se hiciese una comida para pintar a Ricardo y, llegado el momento, pretextó cansancio. Defección guarra propia de un sieso, indigno de la amistad ofrecida. Algo no apto para las entendederas de los que concurrimos, habida cuenta del señorío de Ricardo y su mujer, Amalia, quienes trataban por igual al sencillo que al complejo, al señor que al charrán. La diferencia sutil estaba en que a los rácanos no los volvía a invitar a esas reuniones pantagruélico-culturales que aligeraban las pesadumbres de la semana y propiciaban que luciese el que por lucir algo tenía. Cuán a destiempo llegan a nuestras vidas ciertas personas: Me hubiera gustado presentarle a Sandra Giada, modelo ignota de fascino intenso, mujer de cara o cruz, para convertirla en musa por un día.
Aficionado a los coches de alta gama, en su garaje guardaba alguna reliquia de esas que llamaban haigas. Encontraba satisfacción en que en su pueblo, cuando le veían con esos vehículos, sus paisanos se sintiesen orgullosos de cómo había prosperado el hijo del cartero, de su valía, tesón y esfuerzo.
Más proclive a elogiar que a deturpar, bien humorado y discreto, cuando nos dábamos a la conversación confianzuda, él, que de joven había tenido una novia en mi pueblo vallisoletano, exclamaba melancólico: «Ah, el Hostal de los Almirantes». Eso hacía colegir que hizo faenas memorables. Sin embargo, nunca reveló el nombre de ella. Lo propio de un caballero.
La última vez que hablamos le propuse encontrarnos en Logroño para regalarle un libro. Me dijo que estaba conectado a una botella de oxigeno. Me recordó que le enviase una foto para pintarme, algo que venía difiriendo. Y, acompañado de un sencillo dibujo, cómo tenía que posar: de pie, sesgado, con la mano izquierda en la cadera, y en la derecha, con el brazo a lo largo de tronco, un sombrero; camisa blanca y pantalón negro. Un cuadro que no empezó, porque no le envié la foto.
Dios le guarde. En su misa funeral, en La Redonda, sonó «Venecia sin ti». A los que tenemos una Venecia definitivamente sin Ella nos tocó llorar.
Aminora mi tristeza pensar que proyectó vivir, no durar. Y lo logró.
* Ricardo Franco falleció en Logroño el pasado 11 de mayo a los 87 años de edad.
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