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Familiares de los universitarios festejan su salida, ayer, ante la iglesia de la Divina Misericordia de Managua. :: efe
La noche de la Divina Misericordia

La noche de la Divina Misericordia

Los paramilitares de Ortega asedian a tiros la iglesia que acogió a los universitarios de la UNAN

MERCEDES GALLEGO

MANAGUA.

Domingo, 15 de julio 2018, 00:11

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Estaban muertos. Todos lo sabíamos. Lo habían gritado por las redes sociales a pleno pulmón con las balas pasándoles por encima. «¡Nos van a matar a todos! ¡Por favor, hagan algo, no nos dejen solos, vengan a apoyarnos!». Y aun así, escuchábamos estremecidos cómo se despedían de sus familias en Facebook Live, pero nadie se movía de casa.

Durante tres meses el despliegue del Ejército de paramilitares creado por el régimen de Daniel Ortega había cumplido con su papel de reprimir las protestas sembrando el miedo para forzar a la población a quedarse en casa a partir de las 4 de la tarde, so pena de perder la vida. En la última semana la represión se intensificó. Ortega quería zanjar la insurrección antes del 39 aniversario de la revolución que celebrará el jueves, sin dar tiempo a la Organización de Estados Americanos (OEA) a ponerse de acuerdo en medidas punitivas contra su Gobierno.

LA CLAVE

Los escuadrones de la muerte actuaban ya con plena impunidad a la luz del día en las vías más concurridas, custodiados por la Policía, también enmascarada, que se encargaba de que nadie se metiera con ellos mientras completaban sus acciones sanguinarias a la vista de todos. Rodeados de gente y de coches parados en el semáforo, los agentes empuñaba desafiantes sus AK-47 y te miraban a los ojos a través de sus pasamontañas, forzando a mirar para el otro lado y seguir camino como si no hubiera cadáver en el suelo.

El Gobierno negó el acceso a ambulancias y desoyó los intentos de los obispos para un alto el fuego «¡Por favor ayúdennos! ¡Salimos a luchar por nuestra patria, no nos dejen morir»

Ese miedo mantuvo paralizada a todo Managua el viernes por la tarde mientras los chavales llamaban desesperados a las embajadas de todo el mundo rogándoles que intercedieran por sus vidas. «¡Que paren esta masacre, por el amor de Dios», le suplicaba por Twitter el obispo auxiliar de Managua Silvio Baez al secretario general de la OEA.

Todo era inútil. Los paramilitares, bien armados y con botas nuevas, algunos con acento cubano y venezolano, según los estudiantes, coordinaron con eficacia marcial la toma de la Universidad Nacional Autónoma de Nicaragua (UNAN), la última en resistir desde que se iniciaron las protestas del 18 de abril, en respuesta a las medidas de austeridad que encendieron la mecha del descontento. Desde las barricadas, seguían gritando, «¡Por favor ayúdennos! ¡Salimos a luchar por nuestra patria, ayúdennos! ¡Sólo el pueblo puede ayudar al pueblo, no nos dejen morir!».

Retenes a punta de fusil

Los que nos atrevimos a salir en la oscuridad de la noche encontramos las calles desiertas con retenes policiales que, a punta de fusil, bloqueaban el tráfico y te obligaban a volver a casa sin mediar palabra. Todos entendíamos el lenguaje de los rifles, excepto el padre Raúl Zamora. En esas horas en que sólo se oían tiros y explosiones de mortero en el centro de Managua, su camioneta rescató a más de un centenar de estudiantes que huían de la Universidad y le abrió las puertas de su parroquia, la Divina Misericordia. Un nombre providencial para quienes estaban a las puertas del infierno.

Los últimos de la UNAN eran los más codiciados por el Gobierno de Ortega, que pretende atemorizar lo suficiente al pueblo como para seguir ejerciendo el poder sobre un cementerio. No iban a dejar escapar a los más revoltosos, los que iniciaron las protestas, los que, como Joseline Corea, se habían vuelto a las barricadas desde Costa Rica, a donde la mandaron sus padres para salvarle la vida.

Al pueblo le falta el aliento. A los paramilitares les sobraban balas y munición de guerra. Durante 16 horas interminables agujerearon la iglesia con los estudiantes y el párroco dentro, sin dejar pasar siquiera las ambulancias de la Cruz Roja ni a los obispos que trataban de negociar un alto al fuego. Fue ya casi a la medianoche, cuando se supo que EE UU había logrado negociar la salida de uno de sus ciudadanos atrapado dentro, el periodista del 'Washington Post' Joshua Partlow, el único que les servía de escudo humano. «¡Hay que salvar a los muchachos, no podemos dejarles morir!», gritaron los jóvenes que esperaban en la catedral a que las gestiones negociadoras de la Conferencia Episcopal dieran frutos.

Recuperada la autonomía de transmitir, el canal 10 difundió su llamada para una caravana espontánea de ciudadanos que a toda velocidad tocando el claxon y sin pararse en semáforos o retenes llegó hasta los aledaños de la Divina Providencia. De pie, con banderas y cacerolas, a cinco metros de las camionetas policiales donde les apuntaban los agentes, y a cinco manzanas de donde sus compañeros creían vivir sus últimos minutos de vida, Ortega empezó a perder la batalla que creía haber ganado ese día rematando a los focos insurgentes.

'Nicaragua, Nicaraguita' sonaba por los altavoces, con Carlos Mejía Godoy suplicando al sandinista por televisión que detuviese la masacre. «¡El pueblo, unido, jamás será vencido!», coreaban los que iban llegando. «¡Democracia, sí, dictadura, no!», «¡El pueblo perdió el miedo!».

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