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MIKEL AYESTARANGERARDO ELORRIAGA
Sábado, 6 de octubre 2018, 00:22
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Denis Mukwege, cirujano de la República Democrática del Congo, y Nadia Murad, activista yazidí iraquí y víctima del Estado Islámico, son los dos elegidos este año para recibir el Premio Nobel de la Paz. Un reconocimiento muy valioso para dos personas que se han destacado «por sus esfuerzos para poner fin al uso de la violencia sexual como arma de guerra» en los conflictos, indicó la presidenta del Comité Nobel, Berit Reiss-Andersen. Su importante labor ya mereció el Premio Sajarov que concede el Parlamento Europeo. Murad lo recibió en 2016; Mukwege, en 2014.
Nadia Murad lloró al conocer la noticia. Un llanto de alegría, pero sobre todo un llanto de dolor, de recuerdo por su madre y seis de sus hermanos asesinados, por su pueblo masacrado a manos del grupo yihadista Estado Islámico (EI). «Comparto este premio con todos los yazidíes, iraquíes, kurdos y todas las minorías y supervivientes de la violencia sexual alrededor del mundo», estas fueron sus primeras palabras tras ser elegida Premio Nobel de la Paz 2018 junto a Denis Mukwege.
La activista iraquí de los derechos humanos, de 25 años, confesó que «como superviviente, agradezco esta oportunidad para llamar la atención del mundo sobre la situación del pueblo yazidí, víctima de crímenes inimaginables desde el genocidio cometido por Daesh». Un Nobel para que el mundo no olvide la primera gran barbaridad de los seguidores del califa.
El reloj se paró para Nadia Murad y toda la comunidad yazidí que vivían en Sinyar, en el norte de Irak, en la madrugada del 2 al 3 de agosto de 2014. Los yazidíes son una minoría kurdófona adepta a una religión esotérica milenaria a la que el EI considera apóstata, y nada más proclamar el califato sus combatientes les atacaron por sorpresa. Los peshmerga kurdos, encargados de la seguridad en la zona, abandonaron sus posiciones.
Al menos 5.000 hombres y niños fueron asesinados y más de 7.000 mujeres y niñas secuestradas para utilizarlas como esclavas sexuales, según los datos de la ONU, que tras investigar los hechos calificó lo ocurrido durante la ofensiva yihadista de «genocidio». La brutalidad del EI obligó a Estados Unidos a intervenir de manera directa con los primeros bombardeos contra el califato y a realizar operaciones de rescate de civiles que se escondían en las montañas vecinas. Los terroristas del EI aún retiene a más de 3.000 miembros de la comunidad, casi todos en Siria, según Naciones Unidas, y los que poco a poco logran escapar cuentan relatos terribles como los de Murad. Ella pone nombre y apellidos a una de esas 7.000 mujeres y niñas secuestradas.
Durante tres meses vivió en Mosul, donde fue tratada como esclava sexual y sufrió malos tratos a manos de sus captores hasta que, después de un primer intento fallido, logró escapar gracias a la ayuda de unos vecinos y encontró refugio en Kurdistán. Desde allí viajó a Alemania y hasta hoy no ha parado de denunciar el horror de su cautiverio.
Gracias a este reconocimiento Murad gana una batalla más contra el EI, contra el que combate en todos los foros internacionales desde hace cuatro años. Esta lucha, tal y como repite en cada una de sus intervenciones, no cesará hasta lograr la creación de un tribunal especializado que juzgue a los responsables de los crímenes cometidos por los yihadistas en Siria e Irak.
Denis Mukwege no es un ginecólogo más. Se formó en Francia y en 1999, con apoyo de la misión pentecostal sueca, fundó el hospital de Panzi en Bukavu, su ciudad natal y capital de la provincia de Kivu Sur, en la convulsa región de los Grandes Lagos. Este médico congoleño de 63 años realiza su labor en el país con las mayores tasas de violencia sexual del mundo y ha reaccionado ante este reto con la palabra.
Su voz no se ha proyectado en el mundo por su empeño en salvar las vidas de las afectadas, a menudo víctimas de grandes desgarros, sino en denunciar la violación como una hidra con muchas cabezas. «La violación es un arma de guerra y las consecuencias son múltiples», afirmó hace cuatro años ante el Parlamento Europeo.
En aquel discurso apuntó a quienes utilizan el cuerpo femenino como un arma para destruir el tejido familiar y social en el largo conflicto congoleño. «Se trata de una estrategia bélica notablemente eficaz que llevan a cabo los señores de la guerra», lamentó y señaló que, tras la agresión, se produce el repudio público en comunidades muy tradicionales y la partida de la mujer, despojada súbitamente de su vida y arrojada a un futuro incierto.
La larga guerra de la República Democrática del Congo ha agravado una práctica ancestral. Algunas estadísticas hablan de 400.000 delitos anuales y Unicef asegura que el 70% de los casos envuelve a menores de ambos sexos. Según la agencia de Naciones Unidas, en algunos lugares del país existe aún la convicción de que forzar a una niña genera buena suerte en los negocios, pero ha sido el conflicto de los Grandes Lagos el que ha causado un crecimiento exponencial.
El equipo de la clínica de Panzi ha tratado a unas 50.000 mujeres heridas. Ayer, tras conocer la noticia, el doctor Mukwege quiso ir más allá de su convulso entorno y dedicar el premio a todas las personas que han sobrevivido a esta experiencia. «Me gustaría decirles que a través de este premio el mundo los escucha y rechaza la indiferencia, que se niega a permanecer ocioso frente a su sufrimiento».
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