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Peor que un crimen: Un error

ENRIQUE VÁZQUEZ

Domingo, 3 de enero 2016, 12:28

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A la ejecución ayer en Arabia Saudí de Nimr Baqr al Nimr le conviene la conocida sentencia que titula este artículo. Si Joseph Fouché pudo comentar con esas palabras el asesinato en 1804 del duque de Enghien, un opositor a Napoleón, la ejecución ayer del jeque Nimr al-Baqr al-Nimr en Arabia Saudí es también un grave error.

El jeque al-Nimr era el líder de la población shií, mayoritaria en la Provincia Oriental del reino, frente a los wahabíes, la rama específicamente saudí de la sunna a la que se adhiere la dinastía reinante saudí, la casa real, los Saud, desde el siglo XVIII. Pero el asunto es fundamentalmente político y prueba que el régimen saudí bajo el rey Salman, un octogenario que heredó el trono hace menos de un año, ha optado por una línea dura frente a la oposición.

También fueron ejecutadas 46 personas, juzgadas hace tiempo y cuyas apelaciones finales habian sido desestimadas, entre ellas un jefe local de al-Qaeda, Fariz al-Zahrani. No se cumplió la extendida previsión de que el gobierno, aprovechando alguna festividad religiosa a dinástica anunciaría conmutaciones o rebajas de condena que pudieran evitar, singularmente, la ejecución del jeque, percibido como una decisión muy arriesgada y políticamente peligrosa.

Un problema irresuelto

La unidad política del reino -en realidad una proeza llevada a cabo en el siglo XVIII por el predicador Muhammad abd-al Wahab (que da nombre a la variedad islámica practicada en el reino, el wahabismo) que casó con una princesa de la familia principesca del mismo, los Saud- se basa en la unidad religiosa. La intolerancia que presupone tal actitud ha hecho inmanejable el hecho cultural, confesional y político shií.

De sus 32 millones de habitantes solo alrededor de un 15 por ciento son shíes, concentrados históricamente en la mayor demarcación administrativa del reino, la 'Provincia Oriental', la más rica en yacimientos de petróleo y de la que nace un largo puente que la une con Bahrein, una pequeña isla con rango de Estado independiente donde la mayoría es igualmente shií e igualmente hostil al gobierno.

Sobra decir que el conflicto entre ambas versiones del islam -nacido de la guerra civil entre los sucesores del profeta Muhammad a mediados del siglo VII y que aún dura- fue abordado por la dinastía saudí desde la prohibición y la fuerza. Hay en el país una activa policía religiosa y es literalmente imposible (al contrario que en otros países vecinos) advertir el menor indicio de una confesión alternativa. Es justo decir que una mayoría social no parece incómoda con tal situación, pero tampoco que sea percibida como anómala o inquietante por los sucesivos gobiernos, incluido el vigente, animado supuestamente por su número tres, el jovencísimo príncipe Muhamman bin-Salman, segundo en la línea sucesoria y ministro de Defensa, de solo 30 años (o menos según algunas versiones).

Todos los problemas a la vez

Con gran visión, el primer soberano oficial de la dinastía y creador del estado tal y como lo conocemos hoy, Abdulaziz bin-Saud (1876-1953), entendió que con su inagotable petróleo y su alianza con Washington, anudada hasta hoy con el presidente Roosevelt a bordo de un barco USA en 1945, bastaba y sobraba. Y así ha sido hasta ahora.

El reino afrontó el desafío de al-Qaeda (Bin Laden era saudí, miembro de una acaudalada y respetada familia) y derrotó militarmente a la organización en su propio territorio desde una política de rigor y contra-terrorismo sin precedentes. Todo eso era, sin embargo, una guerra entre sunníes y al-Qaeda también odia a los shiíes, de modo que el vigente desafío de esa minoría alcanza hoy un paroxismo que podría devolver al reino a una tensión insoportable.

Formalmente, la ejecución del jeque shií es resultado de una condena por un tribunal en un juicio conforme a la ley y es cierto que en el pasado comandos shiíes han ejecutado en la Provincia Oriental sabotajes y, en ocasiones, matado a algunos policías. Y en Bahrein -donde el gobierno ha advertido hoy de su intención de reprimir por la fuerza toda manifestación- solo la presencia de militares bien entrenados, en buena parte soldados árabes de otros países muy bien pagados, tiene en pie al régimen.

Un futuro sombrío

Lo peor, de todos modos, está por llegar. El reino, con sus ingentes reservas financieras a la baja por la brutal caída de los precios del petróleo, ha optado por asumir un protagonismo regional sorprentemente muy alejado del tono menor y la sobriedad que le caracterizaban.

Así, ha bendecido al régimen militar egipcio (fundamentalmente por la liquidación política y física de los legales 'Hermanos Musulmanes', un error que Occidente pagará caro) se ha metido de lleno en la guerra civil yemení para impedir eventualmente la victoria de los huthíes, una rama menor del troncoo shíi, y no es seguro que gane y ha reincendiado su crítica relación con la gran potencia regional shií, el influyente y sólido Irán en trance de rehabilitación por Washington.

Y no tiene clara y consensuadamente resuelta la sucesión en el trono, de nuevo enfrentada a las viejas rivalidades entre los clanes de la familia Saud, interminable, autónoma en muchas de sus decisiones y desprestigiada en términos personales y políticos. El gran protector americano -Obama, por obvias razones prácticas mantiene la alianza estratégica y ha visitado Ryad- evidencia dudas de fondo y ayer mismo, en un lenguaje profesionalmente mesurado pero que indica un reproche, hizo saber su "profunda preocupación" por las ejecuciones y la UE fue más explícita y expresó su "condena" de las mismas

Definitivamente, alguien en el gran reino wahabí no rige bien. Si el viejo y astuto Saud, a quien sus hagiógraficos tipo Benoist-Bechin, llaman 'el Grande' resucitara tal vez desaprobaría una política tan tajante, tan ausente de matices y tan solitaria.

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