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Una de las escenas familiares que se repiten en muchos de los camposantos de Manila. :: FRANCIS R. MALASIG / NOEL CELIS
Vivir entre muertos

Vivir entre muertos

Miles de personas nacen, crecen, tienen hijos y mueren en los cementerios de Manila. Duermen en los panteones, ven la tele en las lápidas, juegan con los huesos...

ISABEL IBÁÑEZ

Sábado, 11 de noviembre 2017, 23:45

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Niños de todo el mundo se han disfrazado esta semana de esqueleto para celebrar el globalizado Halloween. En la Manila metropolitana (11 millones de habitantes entre la capital filipina y los municipios que la rodean), miles de críos van a diario mucho más allá; residen con sus familias en los cementerios públicos conviviendo a diario con sus muertos, jugando con los huesos que encuentran por cualquier esquina. Unas 10.000 personas habitan el Cementerio Norte de Manila. Otras 200 familias lo hacen en el del Sur. Las poblaciones colindantes también tienen barrios en sus camposantos: Paranaque, Navotas, Pasay, donde hay contabilizados 300 núcleos familiares... No hay cifras oficiales.

Para ellos convivir con la muerte es algo natural; los ojos del foráneo contemplan lo macabro de la situación, pero esta gente solo ve su hogar: en una lápida apoyan la televisión si tienen la suerte de tener cerca tendido eléctrico, o colocan platos y cacerolas a la hora de comer. Hay 100 millones de filipinos, casi todos católicos, y uno de cada cinco vive por debajo del umbral de la pobreza. La escasez y la superpoblación han empujado a muchos a trasladarse a los cementerios, donde se instalan en los panteones familiares u ocupan los que están libres. Incluso han construido improvisadas chabolas de uralita utilizando como base las tumbas. Muchos lo prefieren a otra cosa porque aquí se sienten más seguros... La paz del cementerio, ya se sabe. Y no es algo nuevo. El camposanto del Norte de Manila acoje a residentes vivos desde hace ocho décadas. Muchos nacieron entre los muertos, paridos sin agua ni luz. Aquí se enamoraron, vieron nacer a sus hijos y cada noche duermen junto a las tumbas de sus antepasados. Isidro González, de 74 años, habla con su madre sentado en su lápida: «Quizá me responda algún día... ¡pero de momento no lo ha hecho!».

La mayoría malvive con los ingresos que proporciona cuidar de las tumbas, hasta 600 euros anuales. Otros han aprendido a tallar lápidas. Hay quien se encarga de trabajar para los muchos funerales que se celebran cada día, hasta 80, llevando ataúdes o cavando tumbas. El día de Todos los Santos aporta una inyección extra de dinero, aunque la gente vive con uno o dos euros diarios. Adenita Benavidez habita con su marido un mausoleo desde hace 25 años. Vende comida rápida y bebidas frías: «Y nos ocupamos del mantenimiento del panteón, el propietario lo visita regularmente y nos deja vivir gratis. Si no queremos aprovecharnos tenemos que dar y recibir». Al menos se ahorran el alquiler. Evidentemente, las drogas y la delincuencia también se abren paso entre los difuntos.

Los huesos con los que los niños juegan proceden de las exhumaciones de nichos, en muchos casos alquilados por pocos años; terminado el contrato, los restos no reclamados se abandonan en bolsas o quedan al descubierto en osarios comunes sobre los que los pequeños saltan en sus juegos.

Basura y excrementos

No todos estos barrios son iguales. El de Manila Norte goza de unas condiciones higiénicas 'envidiables' si se compara con la situación en Navotas. En este, los chavales juegan al fútbol entre la basura. Así lo cuenta la española Carmen Teira -que ha visitado varios de estos cementerios- en su blog Trajinando por el Mundo: «Sobre un mar de basura y excrementos se levanta el último bloque de nichos, y sobre él, un grupo de chabolas de chapa, madera y otros materiales de desecho. Durante unos brevísimos instantes permanezco quieta sin saber a dónde mirar: a las viviendas construidas sobre los nichos, con toda la pinta de estar a punto de derrumbarse, o a mis pies, hundidos hasta casi el tobillo en ese cenagal de mierda y bichos. El olor es insoportable, tanto que no puedo contener el principio de una arcada que a duras penas consigo disimular cuando todas las mujeres y niños que no se habían percatado de nuestra presencia empiezan a gritar, llamándonos y agitando los brazos con unas sonrisas enormes».

Norte Manila, sin embargo, es bien diferente. Cuenta ella: «550.000 metros cuadrados de caminos, árboles, jardines, plazas, estatuas y fuentes. Tiendas de comestibles, un taller de motos, varias canchas de baloncesto, un señor en bici, el carro de los heladitos, dos vecinas tendiendo la colada, tres niños corriendo con sus mochilitas para coger el vehículo antes de que se vaya... Y las calles están más limpias que en otras zonas de Manila». Al caer la noche resuenan los karaokes, como para acallar otras voces, las de los difuntos que algunos dicen oír. Carolyn Mañalac vive aquí con sus cuatro hijos y otros miembros de su familia, que ocupó un mausoleo con permiso de sus dueños hace seis décadas: «En el monzón, cuando llueve mucho, a veces siento espíritus o veo visiones. Pero no creo en fantasmas. Temo a los vivos. La gente mata. ¿Por qué debes temer a los muertos?».

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