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TEXTO: A. PANIAGUA y FOTOGRAFÍA: FRANCIS R. MALASIG / EFE
Sábado, 13 de enero 2018, 23:35
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Como en todos los sitios, en Manila los niños juegan a ser pistoleros. Lo malo es que ellos tienen más fácil encontrar inspiración. Desde que el presidente de Filipinas, Rodrigo Duterte, emprendió una feroz campaña para limpiar las calles de camellos y drogatas, no hay día en que no aparezca un cadáver despanzurrado en la calle en medio de un charco de sangre. Estos chicos apuntan desafiantes con armas de juguete de brillos cromados. Así empezaría Duterte, quien a los 16 años mató a puñaladas a una persona, según su propio relato. Este mandatario se codea ahora con Donald Trump y, lejos de arrepentirse de su vida atrabiliaria y su currículum penitenciario, dice que lo volvería a hacer. Estos chavales, con miradas que basculan entre la arrogancia canallesca y la ingenuidad infantil, están habituados a ceremonias de iniciación aguerridas. En algunos distritos de la capital, los chicos se tumban en sus pupitres a la espera de que el personal sanitario les circuncide. Es un ritual colectivo que marca el tránsito a la vida adulta. Pese a los gritos de dolor que a veces se escuchan, son críos con suerte. Lejos de Manila, la misma operación la realizan curanderos sin formación. Hacerse mayor nunca fue fácil.
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