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Variada colección de banderas en el Wanda Metropolitano. :: afp
Caledonios y vanuatenses

Caledonios y vanuatenses

VÍCTOR SOTO

Lunes, 30 de abril 2018, 00:02

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El símbolo es una construcción humana, un puente entre lo abstracto y lo tangible. Una forma física que encierra un sentido al que cada individuo viste como le da la gana. Así (es una hipótesis), la bandera de Vanuatu unirá a un país, pero en ella sus vecinos de Nueva Caledonia verán una cremallera a medio abrir. O, en el caso contrario, los vanuatenses despreciarán al tejado tradicional que adorna la bandera del otro país comparando el símbolo caledonio con una hormiga pinchada en un alfiler. Cuestión de rivalidades oceánicas.

De la misma forma, un independentista catalán vislumbra en la bandera española un monstruo castrador de libertades y anhelos separatistas. Y un nacionalista español comparará la 'estelada' con un basilisco que, con una sola mirada, puede acabar con un régimen democrático. Cuestión de odios ibéricos.

Entender todos los símbolos resulta complicado. Respetarlos, sin embargo, no sería demasiado difícil. Pero en este país acostumbramos a despreciar de manera ostensible lo que no amamos. Y así nos va.

Mi amigo Martín volvió hace unas semanas indignado del Wanda Metropolitano. Fue a ver un encuentro amistoso entre las selecciones España y Argentina y escuchó una sonora pitada al 'Oíd mortales, el grito sagrado'.

El sábado, se volvieron a vivir escenas similares, añadiendo la incautación de camisetas amarillas, banderas, silbatos... decisión que va a acabar con una pregunta parlamentaria, que es el fin más burocrático imaginable para un intento de protesta.

Plutarco, en sus Vidas Paralelas, escribía una anécdota sobre Cicerón. Entonces, para que sirva de contexto, el teatro era para los romanos como el fútbol para nosotros. «Al presentarse Otón en el teatro, [el pueblo] empezó por insulto a silbarle, y los caballeros le recibieron con grande aplauso y palmadas. Continuó el pueblo en los silbidos, y éstos otra vez en los aplausos, de lo cual se siguió volverse unos contra otros, diciéndose injurias y denuestos, siendo suma la confusión y alboroto que se movió en el teatro».

La cosa ha acabado, casi dos mil años después, en lo mismo. Silbidos y aplausos. División de opiniones y la sensación de que estaremos otros miles de años con idéntica cantinela. Porque seguimos invistiendo a las banderas, himnos o escudos con un halo casi místico en el que entroncan nuestras vidas. No son telas ni dibujos ni agrupaciones de notas musicales y silencios. Los símbolos somos usted y yo desnudos de cuerpo.

Así que cada vez que vean a alguien que les caiga mal, que le haya arrebatado un aparcamiento o que se haya colado en el supermercado, acérquense a ellos y sílbenle fuerte y al oído. Que lo sienta. Porque se lo merece. Usted no estará despreciando a la anciana o a ese hombre repelente. Será a su mala educación o su displicencia a las que critique con su concierto de chiflidos. Si ellos no lo entienden y le pegan una hostia como respuesta, hábleles de semiología. Y si reciben otra, de semiótica. Otra opción más sencilla es que respeten. Tal vez así serán respetados. Catalanes y españoles. Caledonios y vanuatenses. Gilipollas y gilipollos.

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