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Retrato del conde de Campomanes (cuadro de Eduardo Balaca, Wikimedia) con alimentos. A. V.

El hombre que quiso revolucionar la hostelería

GASTROHISTORIAS ·

Pedro Rodríguez de Campomanes, ministro de Carlos III, soño con una red de mesones autosuficientes que conectaran todo el país

ANA VEGA PÉREZ DE ARLUCEA

Miércoles, 2 de septiembre 2020

Vivimos malos tiempos para la lírica, el turismo, los abrazos y casi todo lo demás, pero en particular para la hostelería. El coronavirus ha cambiado la forma en la que nos relacionamos y el modo en que consumimos. Siguiendo al pie de la letra la teoría darwinista sobre la supervivencia del más apto, bares y restaurantes llevan meses intentado adaptarse al nuevo escenario. Los hosteleros se adentran hoy en terreno desconocido y empantanado, pero en caso de que les sirva de consuelo, esta no es la primera vez que el mundo de la restauración se enfrenta a una revolución. Ya ocurrió a principios del siglo XX, cuando los bares y cervecerías ganaron la batalla a las tabernas de siempre; o en el XIX, con el triunfo de los cafés de estilo europeo y la implantación del restaurante a la carta. Y mucho antes de todo eso ya hubo quien vio la necesidad de modernizar y mejorar la oferta hostelera de nuestro país que, a mediados del XVIII, despertaba sudores fríos entre los viajeros extranjeros que nos visitaban.

Fondas, posadas y mesones no sólo se regían aún por el monopolio gremial, sino que los establecimientos solían adolecer –en especial los situados fuera de las ciudades– de falta de limpieza, de comodidades y hasta de alimentos. Era norma por entonces que el viajero llevara sus propios ingredientes y que en la posada le proporcionaran únicamente techo, fuego y mano de obra para condimentar la comida. Pues bien, hubo un hombre ilustrado que supo identificar estas inconveniencias como contrarias a la libre circulación y al comercio provechoso, ya que lastraban los desplazamientos internos y las oportunidades de negocio.

Pedro Rodríguez de Campomanes y Pérez-Sorriba nació en 1723 en el seno de una pobre familia hidalga del concejo de Tineo (Asturias), y supo subir la peligrosa y estrecha escalera social hasta convertirse en abogado, economista, historiador y nada menos que en Ministro de Hacienda del rey Carlos III. Reformista y libre pensador, el conde de Campomanes fue un hombre de Estado dedicado a mejorar las condiciones socioeconómicas del país. Identificó los problemas que impedían el desarrollo de la economía nacional y propuso soluciones para incentivar la industria, el comercio o la agricultura entre las cuales curiosamente figuró el progreso de la hostelería.

Según Campomanes, era urgente facilitar el alojamiento y surtimiento de «todos los caminantes o forasteros con un hospedaje proporcionado en la calidad y en el precio al carácter o medios de cada uno». Las posadas eran sucias, incómodas y caras por la falta de reformas en el inmueble, que normalmente constaba de una sola sala para cocina y comedor y varias habitaciones concebidas como alojamiento para arrieros y animales. Los hosteleros solían ser personas sin educación debido a que «la mala voz que tiene este oficio en punto del honor desalienta a muchas personas honradas a tomarle, cosa por cierto rara en España. Todos los oficios con que se puede ganar de comer y dar beneficio al público se estiman por bajos, sólo el de holgar es el favorito».

Bajada de precios

Los altos impuestos y alcabalas encarecían los productos de tal manera que rara era la casa de comidas que ofrecía el puchero a un precio prudencial. Los hosteleros debían comprar los víveres al por menor y las tasas se pagaban dos, tres o más veces antes de llegar al consumidor final, «lo que no sucedería si estos posaderos tomasen el género por mayor de mano del cosechero». Tampoco ayudaba la división administrativa entre las distintas categorías de establecimientos: en las posadas teóricamente no se podía dar de comer y en los bodegones no estaba permitido alojar. Campomanes propuso crear unas compañías o sociedades provinciales que proveerían a todas las posadas y ventas «con obligación de tener corrientes las camas que prudencialmente se crean necesarias y el adorno de casa y homenaje decente también señalado, atendida la extensión del pueblo, su tráfico y su número de pasajeros».

Propuso liberalizar el sector eliminando los impedimentos para entrar en el gremio y permitiendo abrir cuantos mesones y posadas se quisiera siempre que cumplieran ciertas condiciones: que estuvieran blanqueadas, con las habitaciones separadas y tuvieran al menos dos puertas distintas, una para los pasajeros y otra para las caballerías y carruajes. «Que también habrá en todas estas casas almacén donde el posadero tenga el vino, trigo, cebada, legumbres, carne salada, pescados, aceite, vinagre y cuanto necesite para el surtimiento de su posada» y que el dueño podría «dar de comer en su casa y en mesa redonda a cualquier persona que quisiere ir a ella, como que estas posadas serán mesones y hosterías a un tiempo».

Para evitar abusos, los precios estarían avisados en la puerta de las hosterías y serían fijos en toda la provincia, de modo que «la baratez llame muchos caminantes y ganen los posaderos muchos pocos y se les quite el espíritu estafador», mientras que la calidad de la comida se garantizaría contratando guisanderas hábiles y usando productos de cercanía o de autoabastecimiento, en especial vegetales.

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