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Mercado de Madrid. Ilustración de Narciso Méndez Bringa para 'La ilustración artística', 1896. R. C.
Galdós en el mercado

Galdós en el mercado

GASTROHISTORIAS ·

El famoso novelista describió a finales dl siglo XIX las plazas de Madrid y los variados alimentos que se podían encontrarEl famoso novelista describió a finales del siglo XIX las plazas de Madrid y los variados alimentos que se podían encontrar

ANA VEGA PÉREZ DE ARLUCEA

Lunes, 10 de agosto 2020

A Benito Pérez Galdós (1843-1920) le persigue la mala suerte incluso 100 años después de muerto. Sus enemigos consiguieron hasta en tres ocasiones descartarlo como premio Nobel de Literatura, falleció pobre, ciego, y encima 2020, el que iba a ser el gran Año Galdós, ha resultado ser este cúmulo de desdichas que nos rodean. Con lo ocurrido durante estos últimos meses don Benito hubiera tenido material para varios Episodios Nacionales, pero desgraciadamente la pandemia se ha llevado por delante la mayoría de actos planeados en su honor.

Este prolegómeno sirve realmente para recordarles por qué me dediqué allá por enero a los intríngulis gastronómicos y garbanceros del autor canario, y por qué creo que el pobre don Benito merece un poco más de amor por nuestra parte ahora que su año se ha malogrado. Tenemos así la oportunidad de ahondar no en los gustos culinarios del novelista –acérrimo defensor de los sabores isleños–ni en los usos cocineriles de sus personajes, sino en la realidad alimentaria de la España de Galdós.

Maestro del naturalismo, usó siempre la comida en sus obras para describir la realidad, ya fuera miserable o suntuosa. Entendió como nadie que los personajes se pueden definir tanto por la ausencia o abundancia de manduca en su estómago como por el origen de sus alimentos. En 'El doctor Centeno' (1883) la señora Isabel Godoy servía como ejemplo de las «personas refractarias a la adaptación alimenticia, que por do quiera que van han de llevar el bocado con que las criaron». Desde Quintanar de la Orden (Toledo) se hacía llevar a Madrid los productos con los que cocinaba, diaria e invariablemente, platos manchegos. En 'Fortunata y Jacinta' (1887) era doña Barbarita, madre del seductor Juanito Santa Cruz, quien alardeaba de tener ojo crítico para las compras de comestibles, labor a la que dedicaba sus mañanas buscando la mejor relación calidad-precio en pescados de Laredo, carnes gallegas o rosquillas inglesas.

Como buen vecino madrileño el escritor dominaba perfectamente las particularidades de la Calle de la Caza, la plazuela del Carmen, el mercado de la Cebada, el de la Paz, el de los Mostenses o el de San Ildefonso, plazas de abastos que aparecen en varias de sus novelas y que encarnan a todos los mercados de España. Porque puede que estén hartos de oír hablar de Madrid y que la capital resulte muchas veces protagonista absoluta –y cansina– de la actualidad nacional, pero en aquel final del XIX era el único lugar en donde encontrar juntos todos los sabores españoles.

Para ilustrar a sus lectores sobre la vida cotidiana en Madrid don Benito eligió guiarles por los mercados de la ciudad. «Es posible que alguien encuentre poco decoroso para mis lectores y para mí esta determinación de meternos ahora entre verduleras, carniceros y maragatos», apuntó, «pero no importa; allá vamos, recordando que las materialidades de la vida, miradas antaño con tanto desdén por filósofos y escritores, reciben hoy de las personas más espirituales homenaje de consideración. Ya no se ve en el comer una función puramente orgánica, íntimamente emparentada con uno de los pecados capitales más feos, y no nos parece extravagante el aplicar a los pueblos, como a los individuos, este aforismo: Dime lo que comes y te diré quién eres».

Referente europeo

Igual que en casa ajena nos dejamos llevar por la impresión que dan su cocina y despensa, Galdós creía que una capital debía ser juzgada «por el abastecimiento de sus mercados y por la abundancia, baratura y variedad de sus alimentos». Y para él, Madrid figuraba entre los grandes templos de la gastronomía europea gracias a ser el centro neurálgico de las comunicaciones de la península, el lugar al que afluían todos los alimentos del país en iguales condiciones y con la misma facilidad.

«Bien puede decirse que ningún producto de las varias regiones españolas deja de figurar en los mercados de Madrid», escribió. A continuación y a lo largo de varias páginas trazó un mapa culinario con las mejoras materias primas españolas, un listado de auténticas denominaciones de origen.

A Madrid enviaba Tierra de Campos «sus harinas, reputadas por las primeras del mundo, y sus vinos blancos, ligeros, de la Nava y Rueda y La Seca; Zamora, sus incomparables garbanzos; Salamanca, sus reses bien cebadas; Ávila nos manda cerezas y bueyes; Toledo, sus celebrados albaricoques y mazapanes; La Sagra, sus vinos y cereales; la Mancha, patatas, queso, azafrán y el Valdepeñas hidalgo, que no es de menos importancia que el garbanzo en la nutrición española; la Vera de Plasencia, frutas muy buenas; la Alcarria, mieles y perdices; las sierras de Gredos y Guadarrama, mucha caza y enormes cantidades de castaña, nuez y piñón; la Rioja y Zaragoza, vinos, pimientos, frutas regaladas y en pasmosa abundancia; Soria, sus mantequillas; Santander, sus mantecas, sus pescados; Asturias, lo mismo, y además, jamones, y Galicia, de cuanto Dios creó, pues tierra más fecunda no creo que exista».

De Valencia llegaban en ferrocarril naranjas, arroz, cacahuetes y chufas, de Murcia los más variados productos de la huerta, de Málaga pasas de universal fama, vino no menos célebre, batatas y boquerones; de Sevilla las aceitunas, de Almería las uvas, de Cádiz el jerez y de Jaén y Córdoba aceites, caza mayor y menor. De Extremadura provenían los embutidos y todos los derivados del cerdo, de Galicia las carnes finas, de Tarragona aguardientes, de Mallorca quesos...

¿No se les hace la boca agua con nuestra maravillosa diversidad? Y eso que no queda sitio para copiar aquí las disquisiciones galdosianas sobre el vino, el pan o el queso. Dejaremos esos deleites para otro día.

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