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ANA VEGA PÉREZ DE ARLUCEA
Viernes, 2 de agosto 2019
Por si se encuentran alguna vez concursando en un programa de televisión o metidos en un duelo etimológico -¡nunca se sabe!-, no está mal conocer el dato de que la palabra cólera proviene del griego 'choléra' y éste de 'bilis', esa amarga secreción corporal que desde Hipócrates y a lo largo de casi dos milenios se creyó que era uno de los cuatro humores que gobernaban la salud.
La bilis amarilla era según Galeno la causa del irritable temperamento «colérico», mientras que una espantosa dolencia vinculada a este humor fue bautizada como 'cholera morbus' o «enfermedad de la bilis». Ahora sabemos que el cólera morbo no tiene nada que ver con la bilis y sí con una bacteria concreta que se transmite a través del consumo de agua o alimentos contaminados, normalmente debido a la presencia de materia fecal infectada.
El cólera, también llamado peste del Ganges por haberse manifestado por primera vez en el delta de ese río indio, provocó en España cinco grandes epidemias a lo largo del siglo XIX y afectó a centenares de miles de personas, causando un respetuoso terror a las diarreas durante cien años. El cólera asiático tocó tierra en nuestro país en enero de 1833 y atacó sucesivamente en los años 1855, 1865, 1885 y 1893 paralizando el comercio y la vida social y desencadenando toda una serie de consecuencias que incluyeron desde la mejora de la salubridad en las ciudades al traslado de los cementerios a las afueras, la despoblación de algunas zonas afectadas, varias crisis económicas y un ambiente general de temor que perduraría décadas. También se vio hondamente afectado el régimen alimenticio de los españoles. De repente se vieron conminados por las autoridades sanitarias a tomar medidas excepcionales de precaución como el hervido del agua para consumo humano o dejar de comer alimentos crudos. A la ingesta de productos contaminados y no procesado se atribuyó, y con razón, la propagación del cólera, pero nadie pensaba que el veto se prolongaría casi 80 años. Más vale prevenir que curar, dice el refrán, y así lo asumieron con resignación aquellos con una posición lo suficientemente boyante como para poder elegir qué comer. Otros no fueron tan afortunados, pero en general la burguesía urbana acató religiosamente las leyes del cólera morbo y se conformó o con erradicar las frutas y verduras crudas de su dieta o con comerlas en el campo, regadas y lavadas con agua de algún hondo pozo. Adiós, ensaladas; hola, triste puré.
Pegados a la sombra de nuestra musa Emilia Pardo Bazán y a sus artículos en 'La ilustración artística' descubrimos que pese a que el estío induce naturalmente antojos de platos frescos, verdes y fáciles, en 1908 los doctores aún mandaban «no comer nada crudo, tomarlo todo caliente y bien cocho, porque el bacilo de la enfermedad no resiste arriba de los 60 grados de temperatura». Según la novelista, las epidemias de cólera habían dejado como herencia la «regla ya universal de higiene cocer bien los alimentos y hasta hervir el agua que se ha de beber [...] Proscritos los pimientos, los tomates, la lechuga, los melones, las uvas. Mucho tiempo duró el miedo a las verduras crudas y a las frutas, y se hizo un consumo fabuloso de una sola, el membrillo, como si el problema del cólera se resolviese con dietas o candados cuando se hubiese resuelto antes por medio de escobas, fregazos, agua sublimada y demás desinfectantes, a la sazón no muy conocidos y menos usados». Casi peor que la misma enfermedad eran para Pardo Bazán las precauciones higiénico-gastronómicas que se habían tenido que adoptar. En septiembre de 1911 dice que «del cólera me parece probable que nos libraremos, pero de las medidas no hay modo. Cuando os sentáis a una limpia mesa sobre la cual se ostentan doradas frutas (melocotones, pavías, claudias que destilan miel, higos que de blandos y maduros se retuercen); cuando os sirven la raja de melón valenciano, la ensalada verde y riente en su blanca ensaladera, el guiso al cual el tomate presta sabor amén de color gratísimo... tenéis que rechazar el plato, torcer el gesto y murmurar: '¡No puede ser! ¡Eso está vedado por la ciencia! ¡Eso encierra el peligro del Ganges!'». Pese al rigor de los preceptos cuaresmales, las hortalizas no gozaron nunca de gran predicamento entre las clases privilegiadas.
Comer cebollas, ajos, zanahorias, lechugas y demás verduras era digno únicamente de labriegos, igual que el gazpacho, las migas u otros platos sencillos: las ensaladas, de cuya historia hablaré otro día, sólo salían a las grandes mesas cuando eran ornadas con muchos o exquisitos ingredientes. Entre eso y la plaga del cólera, la ensalada cruda vivió un serio declive en el siglo XIX. «Como plato serio de mesa suntuosa empiezan ahora a admitirse, pero hasta la fecha se consideraban las hortalizas algo de menor interés y muy desdeñable», contaba doña Emilia en 1913. Enemiga de las carnes rojas y autodeclarada «cuasi vegetariana», Pardo Bazán hizo campaña por el consumo de frutas y verduras dejando atrás los temores decimonónicos y abrazando la alimentación moderna e higiénica. ¿Su receta para la ensalada? Aquí la tienen: «Entran en ella cogollos de lechuga cortados de través, un poco de apio, berros deshojados, patatas cocidas y en rodajas, remolachas cocidas en ruedas y unos guisantillos hervidos previamente con sal y azúcar. No le estorban a esta ensalada unos fondos de alcachofa ni unas cabecitas de espárrago. Y para aliño, desháganse yemas de huevo cocido en aceite, y mitad zumo de limón y mitad vinagre con su sazón de sal y pimienta».
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