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JONÁS SAINZ CRÍTICA DE TEATRO
Jueves, 26 de abril 2018, 23:46
Al morir Calígula en la piel brillante de Pablo Derqui, al final de sus días y sus crímenes, recordé a Julio César: 'El problema, querido Bruto, no está en las estrellas, sino en nosotros, sus esclavos'. Aunque Shakespeare habla ya al hombre libre, responsable de sus actos -culpable de la mayoría-, todavía la fuerza del destino justifica parcialmente la fatalidad. Las estrellas y sus esclavos. Camus, en cambio, con el siglo XX saliendo malherido del ensayo general de Apocalipsis que fue la Segunda Guerra Mundial, ya no encuentra excusa para la terriblemente absurda condición humana: el problema siempre, siempre, está en nosotros, ni un centímetro más allá. Así que olvidémonos del firmamento: no alcemos plegarias al cielo ni temamos otro infierno que no sea este mundo.
El 'Calígula' de Albert Camus quiere la Luna, o la felicidad y, sabiéndola imposible, su historia es la de un atroz suicidio con víctimas colaterales. Al morir Drusila, su hermana y amante, tras darse cuenta de que solo puede ser libre en contra de los otros, el joven emperador consiente en morir matando. Obsesionado con la búsqueda de lo absoluto, envenenado de desprecio y de venganza, Calígula cree ejercer, a través del asesinato y la perversión sistemática de todos los valores, una libertad que finalmente descubre que es la culpable del horror. El horror, sí, como el coronel Kurtz de Marlon Brando. El horror. Y si el sueño de la razón producía monstruos al Goya ilustrado, al existencialista Camus también se los provoca la exacerbación de la misma. En nombre de la razón Calígula rechaza el bien y el mal, empuja a los que le rodean hacia la lógica y nivela todo por el poder y por la furia arbitraria de la destrucción. Únicamente la poesía le conmueve.
Con gran acierto, Mario Gas se centra precisamente en la potente poesía del texto y en un filosofía tan despiadadamente racional que parece inhumana. Sobre un frontispicio inclinado por el que los acontecimientos se precipitan al abismo, el director se permite solo un par de excentricidades caligulinas travistiendo al césar en el Bowie de 'Let's dance'. Y Pablo Derqui, que fue junto a Nathalie Poza aquel conmovedor Jim del 'Berlin' de Lou Reed, vuelve aquí a rozar, no ya la Luna, lo marciano. Su extraordinaria interpretación, humanísima animalada, hace de Calígula un monstruo digno de ser temido y adorado por igual.
Así es como los tiranos se erigen sobre la complacencia de los demócratas, sobre su supuesta libertad. Me temo que esos somos nosotros.
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