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MUJER

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JONÁS SAINZ - CRÍTICA DE TEATRO

Viernes, 30 de noviembre 2018, 23:42

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María Zambrano buscaba una palabra. Una sola palabra que nombrara sus mejores anhelos, como quien elige una única cosa que robarle al naufragio del olvido y llevársela a la isla desierta del silencio. Lo imprescindible. Aquello sin lo que no puedes perdurar y a partir de lo cual empezar un mundo nuevo. Ella encontró, o eligió, la palabra paz. 'La tumba de María Zambrano', el montaje con que el Centro Dramático Nacional recupera la figura y la obra de la filósofa y escritora exiliada incluso del recuerdo, está hermosamente enfocado a convertir en poesía escénica ese mensaje que era el suyo: paz.

Yo soy más rudimentario. Por ejemplo: llevo días inquieto porque dicen que en Logroño huele mucho a porros y a mí, en cambio, a lo que me parece que huele en exceso es a incienso y a meados de gato. El sábado pasado, viendo 'La tumba de María Zambrano', el Bretón me pareció casi vacío. Las calles de la ciudad, por el contrario, estaban atestadas de un fervor que yo creía antiguo debido a una manifestación religiosa. Doscientas vírgenes en procesión por la misma calle Mayor en la que hace más de medio siglo Bardem nos retrató portando nuestro propio calvario de vergüenza. Volví a pensar en aquella España reserva de Occidente a la que la dictadura arrodilló ante los altares para privarla de la ilustración. Pensé en tantos intelectuales que tuvieron que huir del país por el simple hecho de pensar.

Y pensé. Y lo que pensé es que la culpa de nuestro retraso secular en tantas cosas se debe precisamente a habernos distraído en rezar a pilaricas con capote falangista en lugar de estudiar más, o siquiera un poco, el pensamiento de maestras como santa María Zambrano, que tenía la libertad de pensamiento por bandera, la poesía como forma de expresión, la justicia social como credo y la palabra paz siempre en la mano tendida. No sé si estas palabras son delito, pero estas ideas son sacrilegio, seguro.

Con más hambre que temor, un niño merodea por el cementerio y despierta de su tumba a la filósofa: Levántate, amiga mía, y ven; es un versículo del Cantar de los cantares lo que produce la magia. El teatro y la poesía hacen el resto en esta 'pieza poética en un sueño'. Música, coreografía y una interpretación actoral más corporal que textual para representar un poema sobre un paisaje onírico lleno de símbolos: la raíz en lo alto, los limones de Proust, el laberinto de tumbas, los gatos entre las lápidas, la niña María a la que el padre dicta cuentos... Y, mientras, un fascista tortura y viola a su hermana Araceli, metáfora de Europa bajo las botas de la barbarie. ¿Fue entonces la última vez?, pensé. Ya no estoy tan seguro. Al final es esa santa María pagana quien da de comer al niño hambriento que todos deberíamos ser; acaso solo un pedazo del pan del pensamiento y una simple palabra: paz.

Pero yo aún necesito otra palabra más después de ver al día siguiente la 'Emilia' con que el Teatro del Barrio reivindica la simbología feminista de Emilia Pardo Bazán, escrita por Noelia Adánez y Anna Costa y encarnada con genio y gracia por Pilar Gómez; y justo antes de la 'Jane Eyre' del Teatre Lliure, Carme Portacelli y Ariadna Gil, otro alegato contra la injusticia machista. Es una palabra que pide igualdad ya y la única que todavía puede significar esperanza. Vosotras sabéis bien qué palabra es.

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