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LLORANDO EL HORTELANO

LLORANDO EL HORTELANO

JONÁS SAINZ - CRÍTICA DE TEATRO

Viernes, 1 de junio 2018, 00:18

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¿Qué hacer con tanto dolor cuando el amor muere? ¿Cómo vivir con un corazón en pedazos? ¿Y cuando no queda esperanza, cómo seguir?

El 11 de febrero de 1963, un lunes en Londres, Sylvia se despierta a las seis de la mañana y prepara el desayuno a sus hijos. Nick tiene un año, Frieda tres. En una bandeja les lleva a la cama pan, mantequilla y leche. Eso dicen. Nadie sabe si llega a despedirse. Luego vuelve a la cocina. Cierra la puerta y tapa las rendijas con toallas. Mete la cabeza en el horno. Abre el gas.

La poeta que escribió 'morir es un arte' se convirtió así en poema. Uno demasiado breve y trágico. Cómo duele la sangre de amar y no poder. ¿A qué otra cosa aspira la raíz sino a ser flor?

Sé que Alberto Conejero no invoca a Sylvia Plath en 'Todas las noches de un día', al menos no de un modo hagiográfico. Pero yo lo imagino escribiendo esta hermosa y desgarradora elegía en largas noches de insomnio tratando de capturar sin dejarse arrastrar por él un espíritu que habite el mismo limbo de los poetas suicidas. Él, que escribe porque no aprendió a rezar, eleva esta plegaria a la imposibilidad del amor. Al amor mismo, esa maldición de corazones rotos empeñados en seguir amando. De algún modo, sus versos sí recuerdan a los de la autora de 'La campana de cristal': Si el corazón es frágil como una taza de porcelana y una gran pérdida lo ha hecho añicos, ni todo el tiempo del mundo ni la bondad podrán ocultar las feas grietas. En cuanto el precioso amor se derrama, te quedas seca. Seca y vacía.

Es lo que le ocurre a la Silvia de la obra. Sí, también se llama así. Y también ella está marcada por una herida de la infancia. Seca, vacía e incapaz de amar. La sombra del incesto nubla el pasado de esta mujer misteriosa, pero eso el autor solo lo insinúa -hay cosas que no se pueden nombrar-, como si la trama de la historia fuera solo el bastidor de la cometa sobre el que extender el poema para echarlo a volar.

'Todas las noches...' ante todo es un gran poema dramático en el sentido lorquiano: el teatro -defiende Federico- es la poesía que se levanta del libro y se hace humana. Y al hacerse, habla, grita, llora y se desespera. También Alberto necesita que sus personajes lleven un traje de poesía y al mismo tiempo se les vean los huesos, la sangre. Solo unos pocos son capaces de lograrlo.

Y a los suyos se les ven hasta las lágrimas. No a Ana Torrent y Carmelo Gómez, que están tan extraordinarios que desaparecen por completo y dejan todo el espacio a Silvia y a Samuel. Es a ellos a quienes vemos y, a través de ellos, a nosotros mismos, muertos de amor.

El jardinero de una casa antigua, sometido a interrogatorio policial por la desaparición de la señora, conversa simultáneamente con ella en distintos planos temporales o realidades tan distantes como lo fue su relación: ella no podía amarle y él la amó sin deber hacerlo; la herida de ella era tan grande que acabó con los dos, aunque solo ella murió. Y él la cuidó como a una semilla... Quiso ser llorando el hortelano de la tierra que ocupas y estercolas...

No son dos personajes cualquiera; Silvia y Samuel son el dolor y la pena. Samuel es solo un hombre. Silvia es un espíritu. Él es la tierra, ella es la aire. Él es el tallo y las manos, ella la mirada y la flor. Él la palabra, ella el poema. La voz y la luz.

Con preciosista dirección de Luis Luque, Carmelo sostiene la función con fuerza de hombre de campo y sensibilidad de niño: 'Todo ese mundo vegetal que usted contempla tan resignado, está peleando, está resistiendo, obstinado en una sola idea: liberarse de las raíces. Mírelas. Están prisioneras en la tierra, pero su espíritu lucha'. Y Ana, un sueño oscuro del que no quieres despertar aunque haga daño, la hace volar: 'Quiero hundir las manos y llenar mis heridas de la tierra limpia. Sola, de pie, con el vientre lleno de raíces, y los ojos abiertos a las constelaciones'.

Y solo ahí, en ese invernadero o campana de cristal o refugio de poesía en una ciudad bajo el fuego de lo real, Alberto hace lo que haría Miguel Hernández: minar la tierra hasta encontrarte y besarte la noble calavera y desamordazarte y regresarte... Y, al contrario que Sylvia Plath y a pesar del dolor, nos llama a la resistencia poética: hay que resistir, hay que respirar para adentro y tratar de devolver algo de luz; echar espinas como el cactus, sí, pero también una flor. Maldita sea la esperanza, pero qué otra cosa nos queda: solo seguir amando.

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