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UN LEÓN EN EL TEJADO

JONÁS SAINZ - CRÍTICA DE TEATRO

Martes, 26 de diciembre 2017, 23:35

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Ay, Galván, Galván, hijo y nieto de Galvanes... No puedo evitarlo: siempre recuerdo a Juan Diego aleccionando a Pepe Sacristán -el tal Galván- en 'El viaje a ninguna parte', esa odisea de los actores muertos de hambre de posguerra, que es en realidad crónica de la media España derrotada, por no decir de la derrota moral de España entera. En la película de Fernando Fernán Gómez, después de beberse peripatéticamente la última botella de tintorro que queda en el pueblo de mala muerte donde acaban de actuar, Maldonado (Juan Diego) habla a Galván (José Sacristán) como un oráculo iluminado sobre su destino ineludible de cómico de la legua, de perdedor en la victoria, de vencido y desarmado; algo que Fernán Gómez resumiría años después con menos rodeos en su democrático y famoso ¡a la mierda! Ay, Galván, Galván, hijo y nieto de Galvanes...

Juan Diego es de esos que ya no quedan: los últimos mohicanos de una estirpe de actores de raza condenada a desaparecer en la era de las teleseries de sofá y el teatro de gran vía, galvanes que salieron de la nada y alcanzaron, en el sentido marxista-chaplinista de Groucho, las más altas cotas de la miseria. Un actor a vida o muerte, con un vaso de whisky en una mano y una pistola en la sien; de los que te hacen creer que esto es realmente importante pero que al instante se puede ir todo al carajo.

De la futilidad de la vida de actor también debía de saber mucho el bueno de Burl Ives, un gigante capaz de merendarse a Gregory Peck en 'Horizontes de grandeza', pero que antes había tenido que doblegarse ante el Comité de Actividades Antiamericanas para ser borrado de la lista negra de comunistas de Hollywood. Siempre me pareció el verdadero protagonista de la versión cinematográfica de 'La gata sobre el tejado de zinc', en la que también se bebe de un par de tragos a Paul Newman y Liz Taylor, que ya es beber.

En ese mismo papel homérico y pantagruélico de viejo patriarca despótico y asustado ante la inminencia de la muerte, Juan Diego impresiona como nunca. O como siempre... A pocos se le dan tan bien los hijos de puta como el señorito de 'Los santos inocentes'.

Casi todo lo demás de la versión de 'la gata' de Amelia Ochandiano me dejó frío; y eso es frustrante en un drama tan intenso que requiere verdadero fuego. Dominación, sometimiento, homosexualidad, machismo, deseo, insatisfacción, maltrato, traición, alcoholismo, cainismo, mendacidad... esta obra maestra de Tennessee Williams plantea tantas cuestiones y tan candentes que no permite pasar de puntillas. La directora es valiente en su intento pero es ella la que parece sentir la chapa al rojo bajo sus pies y no ser capaz de pararse a capturar la atmósfera asfixiante de ese infierno profundo.

Ya saben: una familia hacendada del sur celebra el cumpleaños del abuelo, el gran hombre ejemplo del sueño americano, pendientes de un diagnóstico médico, una cuantiosa heredad y los problemas de alcoba del hijo menor y su esposa. Maggie la Gata y Brick sufren su propio drama de pareja con fantasma gay al fondo, pero Begoña Maestre y Andreas Muñoz se quedan muy lejos del calor de ella y del frío de él. Ambos parecen conformarse con la tibieza. Son actores jóvenes, de este mundo y de esta época en la que es mejor no hurgar bajo la piel.

Juan Diego, en cambio, aun mermado de voz, transmite ese fuego antiguo que a él mismo consume. Un actor que se te mete dentro como un disparo de luz. Un viejo Galván ebrio de derrotas. Un león en extinción con el que librar en el teatro una última batalla.

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