-En este espectáculo aborda el mito de la pareja, pero sin cuestionarse demasiadas cosas, sin juicios.
-Durante los últimos años he estudiado un máster en terapia sistémica y en él aprendimos a ver cómo muchas pareja están sostenidas sobre el dolor, el malquerer y sobre otro tipo de manifestaciones que a priori son moralmente juiciables, pero la pareja existía y se fundamentaba en eso, otra cosa es con qué coste. Y de eso hay un poco en 'La desnudez', donde hay una pareja que se malquiere y las escenas tienen que ver con esa necesidad de motivar al otro haciéndole daño o poniéndole en situaciones de incomodidad, y eso mantiene viva a la pareja. Creo que estamos demasiado bañados de Disney y la realidad es otra cosa.
-¿Y cuánto se desnuda el bailarín sobre el escenario?
-Si no desnudas tu honestidad en el escenario y la pones al servicio del espectador, ese espectáculo no funciona. Y para mí, en la danza lo importante no es el mensaje de quien la crea, sino lo que genera.
-¿Hubiera sido 'La desnudez' el mismo espectáculo sin Dácil González?
-No. Dácil es una excelente intérprete y una de las profesionales más potentes que conozco porque se lanza sin juicio, asume el riesgo al cien por cien y tiene muy pocas limitaciones en el proceso, y eso no es fácil de encontrar. En ese sentido también he tenido la suerte de contar con el músico Hugo Portas.
-¿Qué papel juega la música (la tuba) de Hugo Portas sobre el escenario?
-Lo peculiar de su presencia y la belleza de la tuba y del sonido que genera es a nivel más de la narrativa y simboliza el mito. Aparece siempre en momentos extremos, cuando la pareja parece que quiebra, para sostenerla. A nivel sonoro, sostiene la pureza con sonidos clásicos que nos llevan a algo más reconocible y hace que el espectador se maraville por lo que ve y lo que siente.
-¿Cuánto hay preconcebido en sus coreografías y cuánto de experimentación?
-De experimentación, casi todo. Desde el exterior se entiende, pero los intérpretes lo viven como un caos porque no saben a qué agarrarse, no hay una historia ni personajes sobre la mesa, pero no dejo de mirarlos con una mirada que les define y necesito tiempo para conocer a los intérpretes, para transformarlos y lograr esa desnudez de la que hablábamos antes. Con Dácil ha sido muy fácil, y aunque estuvimos dos años encontrándonos, la obra se montó en un par de meses.
-Veo que cualquier bailarín no es apto para trabajar con usted.
-No es una cuestión de bailarín, sino de actitud; tiene que haber un acto de confianza. Del mismo modo que yo tampoco soy apto para dirigir a cualquier bailarín. Cuando el bailarín está más pendiente de demostrar lo que sabe hacer chocamos, porque dejamos de ser instrumento y parece que somos el motor, y ahí no encajamos.
-¿Y cómo encaja los premios, entre otros muchos el Nacional de Danza en 2014 o los tres Max del pasado año?
-Ayudan a la promoción de los espectáculo, a la presencia, porque vivimos también de la imagen que generamos y la imagen es un valor. Yo los agradezco mucho, pero no me voy a trabajar cada día pensando en ellos.
-Si llegar al gran público a través de la danza no es fácil, hacerlo a través de la danza contemporánea tiene un mérito extra. ¿Qué nos falla, quizá la cultura artística?
-Hay muchísimos factores. Hay una falta de promoción y una falta de actitud por parte del espectador de entender la danza como lo que es, y no como una obra de teatro. También hay producción mala y, como danza hay tan poca, si ves una o dos obras malas a la tercera no vas. Pero tampoco necesitamos estar siempre en la queja. Me refiero a que cada vez que hablamos de danza lo hacemos de las dificultades y no de lo que genera. En España hay mucho talento y muy buenos bailarines y coreógrafos, y lo que falta es actividad de la danza para dejar que suceda.
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