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Rafael Azcona caricaturizado por Mingote.
El repelente niño Vicente ataca de nuevo

El repelente niño Vicente ataca de nuevo

Santiago Aguilar ve en la pedante criatura de Azcona una ridiculización de «los manidos tópicos del nacional-catolicismo»

J.S.

Domingo, 2 de abril 2017, 21:26

Va Vicente, cabezón y repelente, por las afueras de la ciudad, se encuentra un pobre y tan fresco como desenvuelto le suelta una de sus incontestables admoniciones:

«-¡Oh, que edificante resulta su aspecto, mísero señor! Porque, ¡hay que ver hasta qué punto debe ser usted honrado para ser tan pobre!»

En el campo, a un pastor, otro tanto:

«-Si hubieras establecido contacto con la literatura clásica, rústico y montaraz pastorcillo, sabrías que, además de tener la obligación de cuidar del rebaño, estás obligado también por tu bucólica profesión a soplar en una pastoril flauta sentidas melodías, para que así los amigos del campo lo pasemos más entretenido».

Y a un niño que juega dando una voltereta:

«-Estás en un craso error, pequeño inconsciente, si crees que a mí me divierten esa clase de precocidades. ¡Cuánto más me regocijaría oírte decir de pe a pa la lista de los reyes godos». Y así siempre.

Sesenta años después, 'El repelente niño Vicente', nacido en las páginas de La Codorniz y publicado como libro en 1957, ataca de nuevo desde 'Repelencias' (Pepitas de Calabaza). El criatura de aquel Azcona joven se convirtió en su personaje más popular, todo un icono en el habla coloquial.

Pero Vicentito era algo más que un cliché. Para el cineasta Santiago Aguilar, autor del prólogo de 'Repelencias', fue la forma, entre osada e inconsciente, en que Azcona burló la censura y caricaturizó a la aburrida sociedad del franquismo, educada en el temor de Dios y la autoridad para hacerla olvidar cualquier progreso y reforma intentados por la Institución Libre de Enseñanza durante la República; «adaptación del modelo de la Italia fascista prebélica a la España nacional-católica de posguerra».

El angelito, según Aguilar, es descendiente del Juanito del pedagogo italiano Parravicini, niño modelo de virtudes. «Azcona -escribe el prologuista- coloca al buen Juanito frente a los espejos defor- mantes del Callejón del Gato y la imagen que se refleja es la del cabezón de Vicente, con su peinado a raya trazada con tiralíneas, sus calcetines impolutos hasta las rodillas, su enciclopedia siempre bajo el brazo y el dedo índice de la otra mano en eterno gesto admonitorio. Y el lector de La Codorniz se monda y se troncha, quiéralo o no, al verse retratado en el pedantismo desopilante de este muchacho que reduce al absurdo los manidos tópicos del nacional-catolicismo educativo».

Ese era Vicente, un niño prodigio tremebundo y denteroso, en la España más gris.

Ese que a una niña que va a hacerle una foto le advierte, ceñudo: «-Es inútil: no sonreiré. No quiero quedar inmortalizado con una mueca más propia de un superficial y obtuso galancete del cinema que de un niño estudioso y formal».

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