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El pasado 6 de diciembre se cumplieron 50 años de la inauguración del Instituto Villegas de Nájera. :: L.R.
La Retina: el imponente Instituto Villegas

La Retina: el imponente Instituto Villegas

DESIDERIO CERRAJERÍA MORGA

Nájea

Domingo, 30 de diciembre 2018, 00:35

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El 6 de diciembre de 1969 se inauguró oficialmente la obra más fructífera y provechosa que se ha hecho en Nájera. Pero varios años antes, en 1950, se suscribe un documento fundacional que, con las tópicas efusiones de la época, expresa la voluntad de los municipios de Nájera y su comarca para llevarla a cabo e impulsar el proyecto. Ese fue el origen del Instituto Villegas.

La enseñanza tenía el diseño de una España rural, teológica y simple. Y se limitaba, salvo excepciones, a las Escuelas Nacionales o a la alternativa del seminario, pero el asunto siguió cogiendo tono y cierta estructura. El entonces alcalde, Hipólito Loyola, inició en esa década un expediente de expropiación de fincas periféricas. La del Instituto, de una hectárea, fue adquirida por 16.000 pesetas.

El coste final de la obra supuso 16 millones. Aquel recinto lindaba con el Camino Viejo de Logroño, la carretera de Uruñuela y la de Huércanos, un olivar y un río regador. Unos meses antes de finalizarse, los maestros nos anunciaron con solemnidad y misterio que se iba a inaugurar un Instituto, que íbamos a ser estudiantes y que se acabó la jauja de la escuela. En la niñez la perspectiva del futuro siempre se antoja lejana y en el entretanto del suceso seguimos muy aplicados en disfrutar de nuestra infancia ajenos a la morfología de un estudiante haciendo exámenes de latín y otras serias novedades anunciadas por nuestros docentes.

En las casas hubo hondos debates acerca de la conveniencia de estudiar o completar la escolaridad y ajustarse al trabajo a los 14 años, como era uso y costumbre. Las madres, más oportunas e inteligentes, impusieron casi siempre sus criterios frente a los tradicionales argumentos de los hombres. El caso es que de una escuela asilvestrada cuya función se aproximaba al pasatiempo, pasamos a un edificio imponente tomado por autoridades civiles y militares, alcaldes de la comarca y un abundante plantel de profesores. Uno de ellos dictó la llamada conferencia magna, no entendimos nada y todos estábamos perfectamente acomplejados y confusos. El 25 de octubre de aquel año casi 500 niños de Nájera y su comarca, de entre diez y catorce años, ocupamos las aulas recién terminadas. Y ese fue el comienzo.

El primer día de clase entró el profesor y nadie movió una pestaña. Tras ordenar con energía ponerse en pie, nos encajó una soflama sobre las normas que en lo sucesivo deberíamos cumplir con el profesorado y el personal subalterno bajo la incomprensible amenaza de expedientes disciplinarios (los famosos partes que con tanta pericia falsificábamos después) que en primera instancia advertían y después te expulsaban hasta poder perder la escolaridad, castigo este de magnitud afín a las penas del infierno. Hacíamos gimnasia uniformados como si fuese instrucción militar, dar francés nos parecía ficción -algunos temerarios eligieron inglés- y los profesores, en general, daban su asignatura con una media sonrisa ante nuestro aspecto pueril.

Y así pasaba un tiempo que, pese a estar magnificado por el Bachillerato, no dejaba de tener las pautas ociosas de un pueblo y entre hacer los deberes o jugar al futbolín, no cabían dudas. En los hogares no existía más libro que el de familia, alguna escritura notarial y la libreta de la caja de ahorros. El primero que entró en mi casa fue un Nuevo Testamento que nos mandó comprar el cura de Religión al módico precio de 20 pesetas. Y es que, en el imaginario popular, los libros aturdían, daban dolor de cabeza o atontaban si se trataba de tebeos.

Pero en seguida nos adaptamos al nuevo ambiente, aprendimos a cumplir unas normas que con destreza supimos también quebrantar y comenzamos a vivir una de las décadas más apasionantes de nuestra historia en la plenitud de la adolescencia. En el Instituto vivimos la transformación del país desde la ebullición de nuestro crecimiento físico y mental al tiempo que en la unidad de intensivos fenecía un Régimen. Y en el viaje de estudios tomamos el tren y vimos el mar por vez primera; y fumar un ducados en clase fue aquella recordada reivindicación que conquistamos en C.O.U. mientras pasábamos prensa subversiva y dábamos apoyo a los penenes en sus primeras huelgas.

Desde la dirección de Eliseo Sáinz Ripa durante los primeros años a la fase final, antes del cambio de ubicación del centro, al frente de Tomás Mingot, con José Antonio Asensio como inveterado secretario o la personalísima María Luisa Hueso en la Jefatura de Estudios, todos nos dejaron el poso de su didáctica grabado en nuestra formación como personas.

El fin de ciclo del Bachillerato, en 1977, trajo el aire renovador de un nuevo edificio en sus actuales instalaciones, una nueva concepción de la educación secundaria, otros profesores, diferente alumnado. Y ese mismo sedimento engastado en el alma que nos dejan los buenos recuerdos como la más preciosa de las joyas. En el haber que decora las virtudes de los seres humanos, siempre evocaremos con gratitud y emoción aquella época del Instituto que tanto nos enriqueció en los primeros cursos de nuestras vidas. Bien merecen sus cincuenta años de historia el cariñoso testimonio de estas palabras.

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