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PABLO G. MANCHA pgmancha@toroprensa.com
Jueves, 19 de noviembre 2009, 02:06
C amarón se fuma el enésimo cigarrillo en la portada de un disco. Y en su contra, acaso difuminada, torea una vaquilla con una camisa de lunares con un nudo pirata a la altura del ombligo. Es 'La Leyenda del Tiempo', la obra por la que me aficioné al flamenco a pesar de que los puristas dijeran, sin darse tregua, que aquello no era cante jondo y que el de la Isla había traicionado lo más sagrado del flamenco: la pureza. Confieso que al principio no entendía absolutamente nada; a mí me flipaba su voz de Dios juvenil y apolíneo con la que me endulzaba los oídos con ese Romance del Amargo de Federico García Lorca; con los poemas orientales de Omar Kayan o la luz sonora y felina de Fernando Villalón, aquel ganadero surrealista y poeta que buscaba toros con los cuernos verdes y que suspiraba sus lamentos por las marismas con la garrocha al hombro. Decían que Camarón no cantaba flamenco; que es algo así como aseverar que Velázquez no pintaba o que Cervantes no sabía escribir. Y se quedaba tan ancha como patidifusa aquella amalgama de críticos y preservadores de la esencia a los que Paco de Lucía, que «tampoco tocaba como había que tocar», llamaba ; es decir, anhelantes de un tiempo que quizás nunca existió, cercenando de raíz supina cualquier evolución. El artista estaba vedado, capado, castrado... muerto. Cualquier arte, y el flamenco como tal, es mestizo, se nutre de infinidad de almas; y en los ochenta reinaba la de Jimi Hendrix, la psicodelia y el rock andaluz de Veneno, Alameda o Smash. Y allí estaba Camarón hace ahora treinta años, como una esponja, arrebujándolo todo para hacer de su cante algo trascendental y único. Como dijo Kiko Veneno en un documental de La Dos, como un maravilloso «duendecillo».
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