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PABLO G. MANCHA
Miércoles, 18 de marzo 2009, 13:11
Pitingo, obviamente, no utiliza el mismo desaliño indumentario (ni gasta el mismo peluquero de Ornette) pero su cabellera también posee una estructura diseñada hasta el último pelo, como la actuación en sí, que resultó un verdadero prodigio de ornamentación, ritmo y sonido y en la que el público que llenaba Riojafórum disfrutó al máximo de las soulerías de Antonio Vélez y de la potencia de un concierto elegante, muy musical y tamizado por un artista que, como dicen los clásicos, lo da todo en el escenario. De hecho, los directos definen a los músicos y de la guitarra granadina del Camborio y de ese grupazo de soul con el que puso el asunto bocabajo y el público a cien, revelan el fascinante poder del ritmo y de contraste para enardecer a un público que se dio cuenta desde el principio que en la breve anatomía de este gitano de Ónuba habita un artista imparable. Paseó con florituras por varios cantes clásicos del flamenco, aunque quizás, la soleares mano a mano con Juan Carmona fueron lo más bello y hondo de una actuación ecléctica y urbanita en la que de pronto apareció un coro gospel muy contundente para llenarlo todo de ese acervo negro de voces que son capaces de lograr sostenerse en un confín del universo sin apenas esfuerzo, sólo mecidas por los arabescos que marcan su ritmo.
Ritmo y compás; flamenco, jazz, soul, rock and pop, todo vertebrado con muchos watios, con un sonido cristalino y con el alma de un artista nuevo y sorpendente que conoce el flamenco, lo ama, y le encandila Aretha Franklin.
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