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José Luis Sáez y José Miguel Hurtado posan junto a las ruinas de la vieja estación. :: JUAN MARÍN
LOGROÑO

El tren de la vida visto desde el andén

Los caminos de José Miguel y José Luis, tras cuatro décadas en Renfe, se vuelven a cruzar para evocar tiempos a punto de quedar soterrados. La demolición de la vieja estación sepulta parte de la memoria de la familia ferroviaria logroñesa

JAVIER CAMPOS jcampos@diariolarioja.com

Miércoles, 11 de agosto 2010, 11:03

Hay quien compara la vida con un viaje en tren, llena de embarques y desembarques, acelerones y frenazos, subidas y bajadas... José Miguel y José Luis saben de lo que hablan. Uno y otro han sido testigos de las idas y venidas de cientos y cientos de anónimos viajeros que, con Logroño como parada, partían o llegaban con las maletas llenas de historias desde los andenes de la que todavía consideran su estación.

José Miguel Hurtado apenas contaba con ocho años cuando el correo Bilbao-Zaragoza llegaba a la capital riojana inaugurando oficialmente la estación de ferrocarril que sustituía a la de Gran Vía. El 9 de noviembre de 1958 nadie podía imaginarse que aquel joven en pantalón corto llegaría a convertirse en jefe de esa misma estación ni que, tras más de 40 años al servicio de Renfe, asistiría impotente a su demolición.

Hoy, a punto de jubilarse, este logroñés de 60 años, natural de El Cortijo, hijo y hermano de ferroviarios, no puede contener las lágrimas al ver cómo las palas de las excavadoras y los martillos neumáticos echan abajo la que durante toda una vida ha sentido como su casa. «21 años conservándola y han bastado dos días para convertirla en escombros», comenta apesadumbrado.

Sin embargo, Hurtado, jefe de estación durante dos décadas tras pasar por Cuatro Vientos, Zaragoza, Miranda, Bilbao y Haro, prefiere quedarse con lo positivo. «Al menos nos la dejan en el mismo sitio y eso que ganamos todos», reconoce.

Nadie duda de que el proyecto de integración ferroviaria marcará un antes y un después en la historia de la ciudad como en su día lo supuso el traslado de vías de Gran Vía a su actual ubicación. José Luis Sáez (81 años) lo vivió en primera persona y, como José Miguel (no en vano era amigo de su padre), mantiene viva la memoria de la familia ferroviaria en Logroño. «La familia ferroviaria siempre será la familia ferroviaria», aseguran.

42 años de vida activa en Renfe como secretario de estación, Sáez, tras desempeñar las tareas de 'factor' en Cenicero, Baracaldo y Sestao, aún recuerda el cambio de las dependencias desde Gran Vía hasta la hoy avenida de Lobete. «Se hizo rápido y bien, de sábado para domingo», rememora mientras junto a José Miguel recorre parte de las obras que en breve pondrán el punto y final al capítulo más amplio de su biografía.

Natural de Cenicero, Sáez vive cómodamente jubilado desde el 88 y ofrece una mirada más distanciada que Hurtado respecto a la polémica originada por la demolición de la vieja estación. «Entre todos la mataron y ella sola se murió», bromea el todavía jefe mientras muestra orgulloso a su acompañante uno de los botones de la gorra de su padre.

El paseo por los otrora andenes hace que afloren los recuerdos. «Justo aquí había un cartel en el que se leía 'cuidado con los rateros'», comenta José Luis. «¿No estaba aquí el gabinete sanitario?», pregunta señalando lo que ahora se presenta como un montón de cascotes. «Cocina en los últimos tiempos», corrige José Miguel.

Ajenos a la presencia del periodista, como si de una conversación entre viejos amigos se tratase, evocan la memoria legendaria del ferrocarril conscientes de que aquellos años corren el riesgo de quedar 'soterrados' para siempre... al igual que las propias vías.

Las anécdotas se suceden en la animada charla, venturas y desventuras, alegrías y sinsabores discurriendo paralelas por los raíles del tren. No en vano, el ferrocarril, durante décadas, sirvió de entrada y salida para todo tipo de gentes y mercancías. «Los feriantes transportaban sus barracas por tren y siempre había algún tique de sobra», recuerda José Luis con la ilusión de entonces. José Miguel sonríe. «Siempre se ha dicho que por la puerta del ferroviario pasaba el hambre pero nunca entraba», sentencia mientras asiente con la cabeza.

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