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elena sierra
Viernes, 22 de septiembre 2017, 10:43
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Santander le ha salido un nuevo faro. Este aspira a ser centro de la vida cultural de todos los santanderinos y a convertir en espacio de recreo una zona que durante mucho tiempo estaba en el mismo centro pero que parecía un poco apartada, ahí, a la orilla del agua, pensada más para los barcos y los viajeros que para los vecinos y paseantes. De momento, lo consigue: la gente sube y baja de la azotea del edificio de Renzo Piano encargado por Emilio Botín, el del Banco Santander, para disfrutar de las vistas de la bahía, claro, con esas aguas verdiazules y el Puntal de Somo frente a frente y detrás los picos, pero también para ver su ciudad desde otra perspectiva. Y es que si se mira hacia el Paseo de Pereda y hacia las calles y callejas que hay tras la primera muralla de edificios señoriales de distintas épocas, desde fines del siglo XVIII hasta principios del siglo XX, se ve a la ciudad elevarse hacia El Alta, esa ladera que cae por el otro lado hacia las playas de El Sardinero.
De ese otro lado de la ciudad, dejando atrás el Hotel Chiqui, comienza la senda de Mataleñas, que va sobre los acantilados, bordeando el campo de golf del mismo nombre, hasta el otro faro, el original, el de Cabo Mayor. Desde la puntita en la que quedan restos de búnkeres, se tiene una visión estupenda de la bahía y de la ciudad al fondo, así que no es extraño que el faro (inaugurado en 1839) se llame también de Bellavista. Esta es quizá la mejor manera de hacerse una idea de cómo es realmente Santander: es verde y es azul, y es una ciudad playera pero también un centro turístico y comercial, origen de la fortuna Botín de la que ha nacido el Centro de Arte que lleva su nombre.
El Centro Botín es hasta el domingo una especie de hotel... de lujo. Y es que el artista Carsten Höller, encargado de la primera exposición del nuevo equipamiento cultural santanderino –‘Y’, se llama, fantaseaba con la idea de dormir en un espacio artístico. En 2010 ideó su ‘Elevator Bed’: una cama redonda de estructura rotatoria que puede elevarse hasta 3,5 metros por encima del suelo y permite a los huéspedes contemplar la muestra desde un punto bien distinto; pero es que además está equipada con las comodidades de una habitación de hotel de lujo. Esta es una de las obras icónicas del artista alemán. Desde entonces, ésta y otras camas se dispusieron en distintos museos del mundo para el disfrute de algunos afortunados Eso sí, la cosa cuesta entre 250 y 350 euros por noche.
El faro de Bellavista (regálate unas rabas en el bar o en su espectacular terraza) está normalmente menos concurrido que los otros tres grandes atractivos de la ciudad y los turistas prefieren acercarse en coche. No hay que culparles, ya que hay una buena caminata desde la playa, y a su vez desde la Península de la Magdalena, y aún más desde Puertochico. Este último es el barrio central y reúne en sus plazas y calles –entre ellas, Hernán Cortés, Castelar, Peña Herbosa, Juan de la Cosa, Bonifaz, Gándara y hasta Tetuán– la vidilla del arte urbano con muchos murales en medianeras, de las compras y de las tapas.
Por estas calles en las que vivieron los pescadores hace mucho tiempo, hasta que la actividad se trasladó al Barrio Pesquero que hay a la entrada de la ciudad si se viene de Bilbao (por cierto, en este lugar están el Archivo Histórico y la Biblioteca Central de Cantabria, donde siempre hay alguna exposición), había hace un siglo numerosas bodegas que despachaban vino y vermú. Se fueron reconvirtiendo y ahora algunas, como las de Mazón, son restaurante: merece la pena pararse a comer los huevos con patatas y jijas y... las rabas de magano cántabro, es decir, de calamar o jibión, que la cosa tiene muchos nombres. En otros lugares las hacen de peludín, que es al parecer un calamar llegado de Nueva Zelanda. Y, como resultado de la relación estrecha entre los cántabros, marineros e indianos, y el otro lado del Atlántico, tampoco es raro encontrarse con restaurantes mexicanos. Ahí está el Mexsia, por ejemplo, que hace fusión entre la cocina mexicana y la asiática.
En el barrio, aparte de fijarse en los edificios de todo tipo, de distintos colores y épocas –para muestra, un paseo desde la calle del Arrabal hasta la de Santa Lucía y desde allí hasta Tetuán, donde tienen hasta su propio paseo de la fama (cántabra)–, hay que comerse un helado de Regma, artesano y enorme –una bola es allí lo que son dos en cualquier otro lugar–. La casa heladera tiene puestos de venta en otros puntos de la ciudad y, por supuesto, en la zona playera de El Sardinero.
La línea de arena va cambiando de nombre desde el extremo del Chiqui hasta la Península de La Magdalena, otro icono con palacio y todo: los Molinucos, las dos de El Sardinero, La Concha y la del Camello. Se va viendo la isla de Mouro todo el tiempo, con su farito, mientras se camina por la arena o por el paseo de Jardines de Piquío, a la sombra de los árboles.
Desde La Magdalena hasta Puertochico, se cambia la perspectiva sin perder arena: de Biquinis, de La Magdalena, de Los Peligros. Ahora ya no es mar abierto lo que hay delante, sino la bahía, y no es extraño ver barcos de todos los tamaños y funciones entrando y saliendo. Acabadas las playas, el espacio es ocupado por todo tipo de edificios pensados para aprender algo y pasar el rato, como el Museo Marítimo, el Planetario y el Palacio de Festivales.
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