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La rueda de vida

BERNARDO SÁNCHEZ

Sábado, 6 de enero 2018, 23:43

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Despido el año montándome en la Wonder Wheel de Woody Allen. La Wonder Wheel es la rueda maravillosa: una noria de feria. La del Luna Park de Coney Island, en Nueva York; entre Brooklyn y el oceáno. Me fascinan los parques de atracciones. Son, por encima de cada atracción particular, un alarde del giro inacabable de las cosas, una muestra de su infatigable maquinaria. Allen, claro, ha visto en la noria de Coney Island una metáfora muy gráfica del engranaje trágico, a la vez que un enorme ojo de los dioses sobre los seres humanos que viajan en sus canguilones, sin suelo bajo sus pies, bamboleándose y quizás en extrañas compañías. Un ojo que extiende su mirada sobre el mar mítico; en esta caso el Atlántico. Graham Greene (y luego Carol Reed) extremaron el drama de El tercer hombre (1949) entre el inframundo de la cloacas de Viena y el empíreo de su noria, la Wiener Rienserad, en el Parque del Pratern. Greeen reservó una de sus cabinas para elevar la reflexión desde la trama policiaca a una cuestión metafísica. Recuerden lo que un Harry Lime mefistofélico y cínico le decía allí arriba al escritor Holly Martins; lo que le hacía ver: «Mira ahí abajo -prosiguió señalando a través de la ventana a la gente que se movía como moscas negras en la base de la noria. ¿De verdad podrías sentir lástima si una de esas manchas dejara de moverse para siempre? Hombre, si te dijera que podías conseguir veinte mil libras por cada mancha que se detuviera, ¿de verdad me dirías que me quedara con mi dinero, sin una vacilación? ¿O calcularías de cuántas manchas podías prescindir sin problemas? Libres de impuestos, oye. Libres de impuestos». A Lorca, cuando estuvo en Nueva York en 1929, le fascinó el Luna Park. De noche, una luna eléctrica pasaba por todas sus fases en un arco de entrada de acceso al parque. Lorca apreció en una ella una versión mecánica y sin fin de la luna de sus poemas, de su ojo alunado, de su alunizaje lírico. De hecho, llegó a escribir una suerte de guión cinematográfico titulado Viaje a la luna. Estaba compuesto por 78 imágenes, muy elaboradas, muy visuales. No creo que la película resultante -que no se hizo- fuera más cinematográfica que sus palabras. En su imagen nº 49, tres figuras, vestidas con abrigos y heladas de frío, se alzan los cuellos de sus abrigos y miran a la luna que aparece en pantalla «destacada sobre fondo blanco». Una luna que habrá de fundir con la muerte y con el sexo. Ya no es la luna de pantomima de El viaje a la luna (1902) de Georges Méliès. La luna de Lorca -y de otros compañeros de generación- es profundamente trágica y sus ciclos son mortales. La noria de Allen ofrece la más definitiva de las atracciones; tanto que no te puedes bajar: es la rueda del destino. Esta noria, como la propia idea del destino, parece ingeniada por un dramaturgo. Y lo está: es un vigilante de playa con ínfulas de O'Neil, o de Sofocles. La máquina del mar, el peligro o insignificancia -las manchas que decía Lime- de las vidas que en él nadan, su orilla como pasarela de los dramas individuales le inspiran en su atalaya de pequeño demiurgo. La mecánica fatídica y sus elementos implacables -culpa, destino, deseo, crimen- funcionaba a todo motor en Match Point (2005) o en El sueño de Casandra (2007). En Wonder Wheel también, pero lo hace de una manera menos acerada y más fabulesca y teatral (y qué luz tan fabulesca le presta Vittorio Storaro). La propia filmografía de Allen constituye ya una noria en la que vemos como algunos personajes, situaciones e ideas fijas vuelven a pasar montadas en películas separadas por el tiempo. En Wonder Wheel regresa el niño de Annie Hall (1977). Toda Wonder Wheel parece una ampliación, o revisitación del relato de la infancia en Coney Island que hacía el personaje de Alvy Singer. Un relato y un retrato de familia. Recuerden que el adulto Alvy -tan parecido al socorrista de Wonder Wheel- le cuenta a su psicoanalista cómo fue criado debajo -literalmente- de la montaña rusa de Coney Island -montaña que, por cierto, aparece en Wonder Wheel con el nombre nada casual de Cíclope- y que eso debió influir en su personalidad y en su estado nervioso. Es más, fue muy posiblemente la cúpula de la montaña rusa, en su trepidación, la que inoculó en el joven Alvy el presentimiento de que el Universo se expande y que algún día explotará con nosotros dentro. Allen cambia ahora la montaña rusa por la noria, pero reformula las preguntas universales. ¿Qué pieza es en todo esto el hombre?: Hamlet, que no falta entre las lecturas del socorrista; acto II, escena II. El niño de Wonder Wheel -tan parecido al niño Alvy de Annie Hall, que era hijo del dueño de los autos de choque- es un pirómano hamletiano. «Y finalmente... paisaje con luna y árboles mecidos por el viento». Como finalizaba Lorca su lunático viaje. Qué gire a placer el 2018

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