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De quintos

FÉLIX CARIÑANOS

Sábado, 10 de marzo 2018, 00:31

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Este jueves pasado hemos estado en San Sebastián, de quintos. En mi pueblo, como en tantos otros, no solo se continúa celebrando la entrada en quintas con petición monetaria por las calles aunque no se haga el servicio militar, sino que quienes lo efectuaron alargan su recuerdo en una cena o comida e incluso con destacados aniversarios. En este caso rememorábamos los setenta años que vamos cumpliendo a lo largo del año actual. Creo que la idea partió de las mujeres, las cuales desde hace luengas lunas se han agregado a las conmemoraciones. Aún más, el grupo estaba reforzado por los consortes interesados, tanto los caballeros como las damas. Afortunadas evoluciones de los tiempos.

El caso es que la fecha determinada desde meses antes era la del miércoles, mas fue derrotada por el general invierno, quien nos aconsejó partir en la jornada siguiente a causa del estado de las comunicaciones viarias. El tiempo fue estupendo, soleado, muy distinto del día anterior, en el que las noticias cubrían de nieve las playas donostiarras. Así que nos soltamos por las rúas entre las terrazas repletas de indígenas y de turistas. Por mi parte, merqué en Casa Erviti una pandereta que me había encargado un grupo folclórico y me fui de librerías, donde me lo pasé muy bien porque en todas ellas ponían música. Incluso, antes de pisar el restaurante en el que manducaríamos, degusté un bocadillo de jamón con un blanquito; me ofrecieron un rueda y pregunté si tenían un rioja; el camarero dudó, pero la camarera me dijo que tenían Conde Valdomar, así que este me acompañó. En la tele parlaban de la situación en Siria.

El sol de la tarde me pilló en una terracita del puerto dibujando una dedicatoria en un libro de brujas que compré como regalo para una amiga. Los trazos eran más bien propios de los que inventaría un rorro de dos primaveras cuando me habló una conocida de Calahorra: «¿Qué haces tú por aquí?». Le hablé acerca de mi aventura paramilitar mientras solicitábamos dos infusiones. No debí haberlo hecho; le pregunté por el mancebo de Logroño con quien salía hace dos años; desvió la mirada, no sé si hacia el cercano acuario o hacia el horizonte del mar. Después me recordó una comida en Alfaro, al final de la cual se cantaron jotas. «Tú cantaste una, te pedí la letra y, entre una cosa y otra, no me la diste». Se la copio en una servilleta: «Me dicen que si te quiero / y yo, por disimular, / digo que no te conozco, / ¡y no te puedo olvidar!». Ella dobla el papel, se despide y desaparece por la calle Fermín Calbetón, donde he adquirido el ejemplar brujeril. ¿Adónde va esta muchacha? ¿Qué será de su pensión el día de mañana, tema hoy tan de moda? Yo, entre tanto, parto hacia el autobús, que nos espera en la parte de atrás del hotel Londres.

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