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Patente de corso

JULIO ARMAS

Domingo, 20 de mayo 2018, 00:31

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Hoy ya no se estila su uso, al menos de forma manifiesta, pero antes la patente de corso era un documento que entregaban los monarcas o los gobernantes por el cual el propietario de un navío tenía permiso de la autoridad correspondiente para atacar barcos o poblaciones de las naciones enemigas. Así de sencillo.

Vean un ejemplo: En el año 1587 Isabel I de Inglaterra concedió patente de corso a Francis Drake para atacar a la flota y a los puertos españoles. Pues bien, pronto y bien mandado, el 12 de abril de ese mismo año, el mostrenco este de Drake se puso en marcha y diecisiete días más tarde entraba como Pedro por su casa por la bahía de Cádiz dando a las del pulpo a todos los que se fue encontrando por el camino. ¿Era un pirata? No. Era un corsario. La reina de Inglaterra, para hacer lo que hizo, le había dado patente de corso. Sí, ya sé que suena un poco raro eso de dar permiso a alguien para que sacuda estopa a nuestros enemigos, pero así era la cosa. Es historia.

He estado rebuscando y he visto que este timo de la estampita, que a fin de cuentas eran las patentes de corso, fueron abolidas en aquel Tratado de París que en 1856 dio fin a la guerra de Crimea, que, aunque no viene nada a cuento, les diré que fue aquella contienda en la que Errol Flynn al frente de la Brigada Ligera atacó a los rusos en el Paso de Balaclava. Ya saben: «Media legua, media legua // Media legua ante ellos. // Por el valle de la muerte // Cabalgaron los seiscientos». Pero bueno, a lo que vamos, que de una cosa me paso a la otra y luego me dicen que me lío mucho.

Y aunque actualmente la patente de corso ya no exista como tal, he de decirles que el concepto sigue viviendo entre nosotros, porque como nos enseña el diccionario hoy se dice que tienen patente de corso todas aquellas personas que se creen con la potestad de obrar ante el delito como les venga en gana, incluso con toda impunidad (¿a que recuerdan algún nombre?) Aunque, eso sí, sólo «se lo creen», porque en muchos casos, que no en todos desgraciadamente, después de obrar como les viene en gana y en el momento oportuno, a los malhechores les suele venir a ver el tío Paco con la rebaja. Y lo repito: ¿a que recuerdan algún nombre?

Pero tampoco, ya ven, es de esa patente de corso de la que ahora les quiero hablar (y tengan un poco de paciencia que ya voy llegando), porque ahora les quiero hablar de una palabra, sólo de una palabra que hoy, y únicamente por su utilización, parece conceder al usuario la patente de corso para decir lo que le venga en gana. La palabreja en cuestión, un adverbio para más señas, es: supuestamente.

Antes había que tener cuidado con lo que se escribía, había que tener cuidado con lo que se decía y, por tener, había hasta que tener cuidado con lo que en público se opinaba sobre los demás. No se decía que fulano era un chorizo, zutano un prevaricador o perengano un corrupto. Antes había cosas que no se podían calificar sin tener certeza de lo que se calificaba. Hoy ese problema no existe. Hoy, para poder decir todo eso, hay una patente de corso, una patente de corso que te autoriza a opinar lo que antes no podías. Una patente de corso gracias (o desgracias) a la cual puedes decir con total tranquilidad que fulano supuestamente es un chorizo o que supuestamente zutano ha cometido un delito o que Perengano es un supuesto corrupto. Patente de corso. ¡Usted suponga y ancha es Castilla!

Claro que todo esto tiene un problema. Un grave y dramático problema que casi todo el mundo suele obviar y es que, si al final de los tiempos, el chorizo no resultó ser un chorizo, y aunque nada pueda decirse del que así le denominó porque al hacerlo utilizó la patente de corso del «supuestamente» resulta que todo se habrá quedado en una simple calumnia. Una acusación falsa y maliciosa hecha contra una persona con la intención de deshonrarle.

¿Y saben qué es lo peor?, pues que caso de que esto ocurra y aunque las heridas producidas por esas infamias pueden llegar a cerrarse... siempre quedarán a la vista sus cicatrices. Así de duro. Hasta la semana que viene, si Dios quiere, y ya saben, no tengan miedo.

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