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La pantalla líquida

BERNARDO SÁNCHEZ

Sábado, 7 de abril 2018, 21:43

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En La tentación vive arriba (1955), Marilyn y su vecino salían de un cine de Mahattan, concretamente el Trans-Lux -gran nombre para un cine-, de ver La mujer y el monstruo (1954); título que recibió en España la película The Creature from Black Lagoon, que de haberse traducido literalmente, se habría titulado La criatura de la laguna negra; o sea, muy cerquita de aquí, en la sierra de Urbión. La chica, sin nombre (le sobraba con el de Marilyn), y el vecino tentado, Richard (un nombre común, de vecino), habían decidido ir a verla para refrescar la tensión sexual, muy tirante por un verano tan, tan tórrido que ella reconocía guardar su ropa interior en el frigorífico y él sufría ataques de piano, aporreando a Rachmaninoff, para descargar. La oscuridad de la sala y de la laguna no debió aliviar la calentura -normal: la humedad pantanosa, el traje de baño de Julia Adams, el neopreno prieto y escamado del monstruo- porque Richard sale aflojándose el nudo de la pajarita y ella buscará la paradójica refrigeración que le proporcionan los bajos de la ciudad. Pero en que llegan hasta la rejilla de ventilación del Metro de Lexington Avenue, les da para un mínimo cine-fórum que recordé el otro día viendo La forma del agua, que vuelve a nadar en la misma laguna y en la misma oscuridad amniótica del cine. A Richard, que es un tipo plano (la película era originalmente en 3-D, de forma que la sala venía a convertirse en una especie de orilla o de sobradero) la historia no le ha dicho nada, pero a ella sí. La ha calado muy bien. Ha entendido la tercera dimensión de los personajes. Sobre todo, en lo que respecta al drama del monstruo, de la criatura. Ella se lamenta de que éste acabe mal, a lo que responde Richard «¿y qué querías?, ¿que se casase con ella?». La forma del agua parece una respuesta (afirmativa, por cierto) a la pregunta que Richard formula al pedo; pero volvamos a la respuesta que, aún pensativa y sin duda identificada a algunos metros de profundidad, le da 'la vecinita', que resulta ser experta en romanticismo del bueno: «a la criatura le faltaba un poco de afecto; es decir, saberse amado, deseado, necesitado». Podría haber dicho lo mismo Mary W. Shelley. A Richard, claro, no le queda sino reconocer -sin mayor interés, sólo para cerrar la conversación- que se trata de «un interesante punto de vista». Y tan interesante. A continuación, ella, Marilyn Monroe, encontrará deliciosa (sic) la brisa del metro, un viento subterráneo, oscuro, como el respirado en el fondo de la laguna de la película, como el expulsado por el air conditioned del cinema. Y esa misma noche, el rodaje de la secuencia le costará el matrimonio con el boxeador. En España, se estrenó La mujer y el monstruo sólo en 2-D. Los carteles estaban tintados de un verde alga y la censura le había añadido al bañador de Julia Adams, la mujer de la fábula, una especie de pareo hasta las rodillas. La forma del agua tiene, por cierto, uno de los más inmediatos (tal que al comienzo, pues la diferencia de piel será un umbral clave en la forma de todo), arriesgados, hermosos, desinhibidos y reincidentes desnudos femeninos que yo recuerdo en el cine. El de Sally Hawkins, Elisa, la mujer de esta historia. Aparte del de la criatura, claro, que también se supone va desnudo; pero lleva encapsulada su virilidad, lo que hará exclamar a su almodovariana compañera de trabajo, Zelda (maravillosa Octavia Spencer, poseedora de los mismos ojos de la criatura), que nunca te puedes fiar de los hombres. Elisa vive en el alto de un cine, del cine Orpheum. No se explica, pero -por las estanterías y los pasillos, llenas de maletas con rollos de películas- fue, como se solía -yo he estado todavía en algunas, en La Rioja-, la vivienda del proyeccionista. Quién sabe, me preguntaba todo el tiempo -dicho sea de paso, de disfrute de este bello y divertido ballet acuático, quizá ya visto en parte, pero, ¡ay!, el espectador de cine es un espécimen que se baña dos veces en la misma película y en la misma laguna negra-; quién sabe si Elisa, digo, pudo ser la hija del proyeccionista del Orpheum, y pudo de ver de niña, quizás muchas veces, sin tasa, La mujer y el monstruo. Y enamorarse ya desde entonces. Quién sabe si las marcas en el cuello de Elisa no las dejó ya entonces la criatura de la pantalla, como un estigma que prometía su reencuentro definitivo, al cabo de los años, cuando ambos -carentes de amor, de deseo... de afecto, como hubiera argumentado Marilyn- más lo necesitaban. Y me imagino, tal día como hoy a la criatura, alucinando con los huevos de Pascua. Los huevos que bullen en la bañera de Elisa, cada mañana, justo el tiempo que ella bulle en la bañera. La tentación vive arriba. De un cine.

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