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El nacionalismo, ¡qué gran negocio!

«Su mérito principal ha consistido en convertir una ideología en un negocio o una nación en un cortijo y en diversificar y ampliar sus negocios a la sombra del partido nacionalista gobernante...»

ÍÑIGO JÁUREGUI

Sábado, 10 de marzo 2018, 00:30

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Es probable que quienes superen la cincuentena recuerden una película de esas que se hacían antes y que llevaba por título Senderos de gloria. El film, dirigido por Kubrick y ambientado en la Primera Guerra Mundial, estaba protagonizado por Kirk Douglas y describía, sin escatimarnos ningún detalle, las penalidades de los soldados franceses que combatían en las trincheras y, sobre todo, la incomprensión y el desdén de que eran objeto por parte de sus propios mandos. Pues bien, hacia la mitad del metraje, el personaje principal, el coronel Dax, interpretado por Douglas, se encara con uno de sus superiores y le suelta una frase lapidaria y difícil de olvidar: «El patriotismo es el último refugio de los canallas». Al margen de lo que opinemos de esta declaración, sobre la que volveremos enseguida, lo que está muy claro es que el guionista de la película, H. Cobb, conocía perfectamente la obra del escritor británico Samuel Johnson (1709-1784) porque suya es la autoría de este aforismo que, en su idioma original, se escribe así: «Ppatriotism is the last refuge of a scoundrel».

Aunque es imposible precisar las razones que llevaron a Johnson a enunciar esta sentencia, da la impresión de que la misma no ha perdido un ápice de su valor a juzgar por los acontecimientos que han venido o vienen sucediendo en España desde hace algunas décadas. Es más, sería suficiente reemplazar alguno de los términos que figuran en el original para obtener un diagnóstico bastante aproximado del escenario político y económico que llevamos soportando desde hace demasiado tiempo. Por ejemplo, 'patriotismo' por 'nacionalismo' y 'canallas' por 'granujas' o por 'sinvergüenzas'. El resultado, sería algo así como: «El nacionalismo es el último refugio de los sinvergüenzas».

La explicación es simple. Basta repasar la hemeroteca o realizar una búsqueda somera por internet para comprobar que muchos de los adalides del nacionalismo en todas sus versiones (étnico, populista, periférico, centralista, cívico, etc.) o, en su defecto, sus familiares directos, tras abandonar la política activa, se han visto beneficiados (presuntamente) por nombramientos a dedo, por la concesión de contratos oficiales o por la utilización de contactos, influencias o informaciones privilegiadas para hacer grandes negocios. Por citar algunos casos, en el caso catalán, tenemos el ejemplo de la saga Pujol; en el español, el de la familia Franco, y en el vasco, el de varios hijos de los que, en su día, fueron líderes y máximos responsables del PNV.

Todos ellos, y algunos más, han estado o están envueltos en escándalos económicos de diversa índole y todos tienen un denominador común: la obtención de lucro económico a partir del capital político derivado de su militancia nacionalista. Su mérito principal, por llamarlo de algún modo, ha consistido en convertir una ideología en un negocio o una nación en un cortijo y en diversificar/ampliar sus negocios a la sombra del partido nacionalista gobernante convencidos de que sus convicciones o sus vínculos familiares les otorgaban respetabilidad, primero, e impunidad, después. De hecho, cada vez que algún medio de comunicación ha divulgado sus conductas presuntamente delictivas la reacción ha sido la misma: se han envuelto en la bandera nacional y se han declarado víctimas de una caza de brujas alegando que quienes les desprestigian lo hacen porque, en el fondo, buscan promover una causa general contra las legítimas aspiraciones de la nación a la que una vez representaron.

La mayor paradoja de este asunto es que los protagonistas de estos abusos son familiares o forman parte del organigrama de partidos que en sus respectivos programas intentan marcar las distancias con el resto de ciudadanos del Estado apelando a sus derechos históricos, a la laboriosidad e ingenio de sus gentes o a cierta superioridad de índole racial con implicaciones morales. Al final, y dada su conducta escandalosa, nada de lo anterior parece cierto porque comparten los mismos vicios y se conducen del mismo modo que las elites a las que aparentaban oponerse. En realidad, sus tejemanejes constituyen la enésima versión, una versión actualizada, del viejo clientelismo español de siempre. Un capitalismo clientelar y tramposo que ya no se ejerce exclusivamente desde Madrid sino desde diversas sucursales abiertas por todo el territorio nacional. Una hidra de diecisiete cabezas que se critica cuando se observa en la región vecina o se permanece en la oposición y se adopta como práctica habitual cuando se alcanza el poder.

La gran pregunta es si amañar las partidas de ese modo, jugar en un casino con las cartas marcadas, ha contribuido al dinamismo, modernización y desarrollo de las estructuras económicas del país o, si por el contrario, se ha convertido en un lastre que nos aleja de otros países donde el mérito, la igualdad de oportunidades, la innovación y la libre competencia reales, no retóricas, prevalecen sobre el amiguismo y la filiación política o familiar.

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