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La muerte tiene remedio

PIEDAD VALVERDE

Sábado, 14 de julio 2018, 23:37

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Cuando alguien me suelta eso de «todo tiene remedio menos la muerte» le aplico el cuento verídico de cuando mi padre y mi abuelo fueron al entierro del Tío Luis y resucitó el muerto. El Tío Luis no era familia pero cuando yo era niña a la personas mayores se les nombraba así en el barrio. Este hombre era padre de Pepita, una vecina muy amiga de mi madre, y toda mi vida he estado oyendo sus nombres y pequeños retazos de su existencia, hasta el día de hoy en que mis padres ya no viven y soy casi la única que los recuerda y los menciona de vez en cuando. La mujer del Tío Luis era la Tía Pepa y estaba siempre en la casa de mi abuela y no tendría muchos quehaceres porque a las nueve de la mañana ya venía de visita, se sentaba junto a la lumbre y le decía a mi madre:

- Ramona, dame a la niña que la duerma.

Y se pasaba horas y horas conmigo en el regazo. Ni siquiera hacía la comida porque al marido le daba un huevo que se sacaba del bolsillo del delantal y que mi abuela le había cocido en el mismo puchero que hacía su guiso. Esto del huevo quizá pasó un día o dos, pero llegó a convertirse en una leyenda urbana familiar. En cuanto al Tío Luis mi madre contaba que cuando yo nací me hizo la carta astral, que no he sabido nunca muy bien en qué consistía pero sí oí muchas veces lo que anunció:

- Ramona, esta niña te va a pegar, de la fuerza que trae.

Por supuesto que nunca pegué a mi madre, pero ella intuía que la profecía se refería a que le iba a dar mucha guerra, y la verdad que el oráculo no erró del todo, porque le proporcioné algún que otro quebradero de cabeza cuando fui adolescente.

Poco después de que yo naciera, estos vecinos se mudaron a Granada, a un sitio que le llamaban la Bola de Oro y que yo siempre imaginé con una gran bola dorada en el tejado.

Les cuento todo esto para que se den una idea de lo cercano que era este señor en mi familia y comprendan que cuando falleció, no había más remedio que asistir a su funeral. Como Granada dista 107 kilómetros de Baza, mi pueblo, y no había ni tren ni autobús que permitiera llegar al acto, mi padre y mi abuelo se fueron en una vespa. Recuerdo perfectamente cuando regresaron: era de madrugada, hacía mucho frío y armaron tanto alboroto que me levanté de la cama. Todos hablaban a voces y estaban muy excitados. Mi padre explicaba con gestos y aspavientos que había resucitado un muerto. Mi madre preguntaba si se trataba del Tío Luis y él aclaraba que no, que era otro del cementerio, un difunto que poco antes de que lo metieran en el nicho se había puesto a dar golpes con pies y manos en el ataúd. Un caso de catalepsia, naturalmente, semejante a otro caso reciente de un preso en un deposito de cadáveres, pero que en aquella época mis padres desconocían, por lo que pensaron que era algo inexplicable y diabólico. Así que yo guardo la imagen de mi padre con los pelos de punta; siempre he pensado que era del impacto de la situación aunque seguramente sería del viento por viajar sin casco. Sea como fuere, he vuelto a acordarme de estas personas porque acaba de morir Pepita, la amiga de mi madre, y sus hijos han contactado conmigo para pedirme que haga realidad su último deseo: depositar sus cenizas en un campo de olivos. Precisamente mis hermanos y yo tenemos un pequeño olivar heredado de mis padres y, a raíz de esta extraña propuesta, ha surgido un debate y unas cuantas reflexiones sobre hasta qué punto hay que cumplir los deseos de los muertos.

A mí me parece que esta obsesión de honrar a los que ya no están tiene mucho que ver con la cultura, y en el caso de nuestro país con la religión católica, que impone todo un culto a la muerte e incluso a la resurrección y la vida eterna. Respeto, de corazón, todas las opiniones en pero me parece mucho más importante cumplir los deseos de los que aún están vivos que de los han muerto. Por eso, y sin que sirva de precedente, felicito a este nuevo Gobierno por la ley que está a punto de aprobarse sobre el derecho a la eutanasia y a una muerte digna. Y como les decía al principio y a pesar de esa pequeña historia verídica, la muerte no tiene solución, pero dicho sea de paso, la vida y la dignidad siempre tienen remedio

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