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Los malos hábitos de Putin

La conducta del presidente ruso deriva siempre hacia actitudes autoritarias

Lunes, 14 de mayo 2018, 00:07

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Aunque su conducta no fue muy honesta con la oposición y el aparato estatal se empleó al completo en su favor, nadie niega que Vladimir Putin ganó con gran amplitud su reelección como presidente de Rusia el 18 de marzo pasado. Pero su conducta política, que ignora deliberadamente su dimensión institucional e integradora en beneficio del debate político-patriótico en el tradicional marco autoritario, deja como siempre mucho que desear. El viernes la policía se empleó a fondo contra los manifestantes que en Moscú y en otras ciudades osaron expresarse contra el jefe del Estado y lo que él representa. Cientos de opositores fueron detenidos, principalmente en Moscú y San Petersburgo, entre ellos el más conocido y tenaz, Alexéi Navalni, aunque, como otras veces y por obvias razones de oportunidad político-propagandista, fue puesto en libertad a la espera del correspondiente juicio por alteraciones del orden público. Putin parece crecido por su victoria en las presidenciales, un resultado hijo de la necesidad del ruso medio de encontrar estabilidad, cierta recuperación económica y lo que parece una no confesada aspiración a consolidar lo que es ya una clara condición de superpotencia de Rusia -en tanto que heredera de la extinta URSS- y a mantener como tal su relevante estatus internacional. Lo sucedido el sábado, como en general, la conducta que observa el régimen con los partidos de la oposición, confirma que la genuina normalización política que, en teoría, garantiza la Constitución está resultando muy difícil y se percibe una suerte de desorientación social y un rumbo que ya resultan preocupantes por su duración y su intensidad. Putin, sin duda hábil, está al corriente del hambre de progreso material y de prestigio nacional de Rusia. Eso es del todo posible, y muy deseable, si se forja a través de una democracia genuina y con el fin de los hábitos soviéticos, muy visibles todavía en las administraciones estatales o provinciales y, desde luego, en la política exterior y de seguridad, que mantiene sus opciones -véase el caso sirio o ucraniano- con un vigor extraordinario y aportando caros medios económicos y militares. Putin es, de hecho, un zar que fue rojo y es ahora, simplemente, un civil elegido y reelegido y jefe de un partido inquietantemente nacionalista. Todos los ingredientes para hacerle imposible entender las obligaciones políticas, morales y aun personales que un presidente debe conservar y aplicar a diario. Lo que, por desgracia, no ocurre en la Rusia de hoy.

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