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El río  que nos lleva

El río que nos lleva

«Sampedro proponía vitalidad en vez productividad, creación en vez innovación, cooperación en vez de competitividad. Decía que la pregunta fundamental no es para qué vivir sino para quién vivir. Que todos tenemos que aspirar a ser quienes somos, y hacerlo con fervor, pero «en solidaridad con los demás...»

CARLOS GIL ANDRÉSPROFESOR DE HISTORIA. IES INVENTOR COSME GARCÍA

Sábado, 6 de enero 2018, 23:43

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Hay una Nochevieja especial en La sonrisa etrusca, una de las novelas más conocidas de José Luis Sampedro. La que pasa el protagonista, un abuelo consciente de su muerte cercana, en el cuarto de su nieto pequeño. Sentado en el suelo, con la espalda en la pared, guardián de los sueños del niño. Un duermevela acunado por los recuerdos, «un oleaje melancólico de ascuas y ceniza, de pasado y presente mezclados».

José Luis Sampedro nació en 1917. Murió, cumplidos los 96 años, en 2013. Este año que termina habría celebrado su centenario. El escritor, el profesor, el economista, el humanista Sampedro, permaneció lúcido hasta sus últimos días. «La muerte me lleva de la mano», confesaba, «pero se está portando bien porque me deja pensar». Comprometido con los problemas de su tiempo, pero consciente de que el siglo XXI ya no le pertenecía. La Guerra Civil, repetía, «hundió para siempre el mundo anterior. Desde entonces soy un inmigrante en el tiempo, sin esperanza de retornar a mi origen -la España de 1935- porque desapareció como la Atlántida».

Uno de los últimos testigos de un mundo perdido. La misma sensación que recorre la lectura de El río que nos lleva, la novela que publicó en 1961 como homenaje a los gancheros, hombres elementales, pero entrañablemente humanos, que cada primavera conducían la maderada desde el alto Tajo hasta la llanura de Aranjuez. Un canto a la naturaleza agreste, al paisaje incontaminado. El milagro del agua bravía en lo fragoso de la sierra, junto a los pinares y sabinares de la tierra pura, entre riscos y murallones, soledades con ansia de altitud en el recio universo de la piedra. El trabajo rudo de los hombres, pastores de un bosque flotante, río abajo hasta el horizonte dilatado de las tierras de labor, hasta las aguas dóciles de la meta, en el remanso de las huertas y las riberas frondosas.

El río, también, como imagen del curso de la vida, una metáfora querida para Sampedro. «Ya noto sal», decía con 94 años, consciente de la cercanía de la desembocadura, del encuentro con el mar, inmortal, que nos recibe a todos. «El río José Luis» es el título de uno de los textos que dejó inacabados. Un relato de la primera parte de su vida que es, también, un viaje a la España compleja y conflictiva del siglo XX.

Su infancia transcurrió en las calles de Tánger, una ciudad internacional, tolerante y cosmopolita, donde descubrió tantas maneras de vivir que le hacían sentirse como en un bosque encantado. Nada que ver con el ambiente cerrado y opresivo que encontró después en un pequeño pueblo soriano, marcado por el orden inmutable de las estaciones de año y el código estricto de la tradición religiosa y social, un descenso a través de las capas geológicas de la historia. Vino después, en la adolescencia, el paraíso de los jardines y palacios dieciochescos de Aranjuez, el inicio de la vocación literaria y el conocimiento del mundo cultural del Madrid efervescente de los años de la Segunda República.

La guerra hizo que todo saltara por los aires. El joven Sampedro, funcionario de aduanas en Santander, se vio enrolado primero un batallón de milicianos anarquistas y luego, después de la caída de la ciudad, en las filas del ejército sublevado: «La victoria franquista en el norte me capturó para la España nacional-catolicista triunfal. Siguieron treinta años viviendo la vida de los disidentes». Sampedro fundó una familia, pasó por la universidad, trabajó en un banco, comenzó a publicar textos científicos y novelas y viajó al extranjero «como quien respira libertad». Radios clandestinas, libros prohibidos, noticias, rumores y la esperanza de que la dictadura acabara algún día.

Durante toda su vida, José Luis Sampedro fue un ejemplo de dignidad intelectual y resistencia cívica. Entendía la economía como una ciencia social humana que tenía que buscar mejores condiciones de vida, equidad y justicia. Fue siempre muy crítico con el desarrollo económico desbocado, con las agresiones contra la tierra o contra los hombres. «Somos naturaleza», repetía, «poner al dinero como bien supremo nos conduce a la catástrofe». Y se indignó, también, cuando sintió amenazados los principios democráticos basados en la libertad y la justicia, los derechos humanos prometidos tras la dolorosa lección de las guerras mundiales.

Repetir ahora sus palabras podría servirnos como propósito de año nuevo para quienes seguimos, todavía, en medio de este río que nos lleva. Palabras a contracorriente. Sampedro proponía vitalidad en vez productividad, creación en vez innovación, cooperación en vez de competitividad. Decía que la pregunta fundamental no es para qué vivir sino para quién vivir. Que todos tenemos que aspirar a ser quienes somos, y hacerlo con fervor, pero «en solidaridad con los demás, porque sin ellos no somos nadie». Sostenía que a veces hay que indignarse, reaccionar y decir no. Recordaba a Martin Luther King para denunciar el silencio de los hombres buenos que callan y miran para otro lado. Y citaba a Neruda para subrayar que «no es hacia abajo ni hacia atrás la vida».

Llevar la existencia hacia adelante, como el agua que nos empuja. Percibir la conciencia de la mortalidad como un estímulo para sentir pasión por la vida. Por las causas más altas y más nobles. Y también por la belleza y el amor que caben en los instantes irrepetibles. «¿Acaso no es milagro la luna, el mar, una rama en la brisa, todo lo cotidiano? ¿No es mágica la palabra?». Hay tanto que vivir, tanto por hacer.

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