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El Jerusalén de la discordia

La decisión de Trump de reconocer a la 'ciudad santa' como capital de Israel y trasladar a ella la Embajada de Estados Unidos es un torpedo al maltrecho proceso de paz

ANA AIZPIRI

Jueves, 14 de diciembre 2017, 23:57

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El precioso epíteto de 'ciudad santa' no se refleja en los hechos que la magnética Jerusalén ha conocido desde antiguo, y menos en nuestros días. Pero, al mismo tiempo, no puede negársele el afecto y la fe que en sus piedras y en su historia depositan los fieles del judaísmo, del cristianismo y del islam. Por eso, Urushalaim, Jerusalén o Al-Quds es, quizás, la ciudad con mayor simbolismo de la historia.

En una decisión que rompe con la política exterior norteamericana de las últimas décadas, aplicada tanto por demócratas como por republicanos, Donald Trump reconoció ayer de forma oficial a Jerusalén como capital de Israel y anunció el traslado a esa ciudad de la Embajada de Estados Unidos.

Aliados de EE UU en la región como Arabia Saudí o Jordania; la muy concernida Autoridad Nacional Palestina, la Unión Europea y otros han hecho saber a Trump los riesgos que entraña tal decisión. Naturalmente, las fuerzas políticas de Israel y su Gobierno la han saludado con una enorme satisfacción pues, al fin y al cabo, desde su perspectiva, no es más que la oficialización del estatus quo. Con ese movimiento, Trump cumple una promesa electoral y obedece, de facto, la letra de la una ley aprobada en 1995, durante el primer mandato del presidente Bill Clinton, sobre la capitalidad de Jerusalén y el emplazamiento de la embajada estadounidense, sita en Tel Aviv desde 1948. Esa iniciativa fue aprobada por el Congreso norteamericano a iniciativa del Partido Republicano y votada favorablemente en el Senado por numerosos miembros del Partido Demócrata en octubre de aquel año.

La ley, llamada Jerusalem Embassy Act (JEA), establece que Jerusalén sea reconocida como la capital del Estado de Israel y que la embajada sea trasladada allí. Pero en su último párrafo autoriza al presidente a suspender su aplicación por seis meses -prorrogables semestralmente- si determina e informa al Congreso de que la suspensión es necesaria para proteger los intereses de seguridad nacional de Estados Unidos.

Los más perjudicados por una decisión así son los palestinos, que aspiran a la creación de un Estado, cuya capital sería Jerusalén Este. La ONU y las potencias internacionales que han avalado el proceso negociador palestino-israelí comparten un consenso sobre Jerusalén en el sentido de que su estatus definitivo sería definido en negociaciones. Es más, ya cuando Naciones Unidas aprobaron el plan de partición de Palestina (el Mandato británico) establecieron la formación de un Estado judío y uno árabe en dicho territorio, quedando aparte Jerusalén como una 'entidad separada'.

El reconocimiento de Estados Unidos a Jerusalén como capital eterna e indivisible de Israel, y el posterior traslado de su embajada -un proceso complejo que tardará años en materializarse si es que finalmente lo hace-, ampara la política de hechos consumados que el Estado hebreo ha llevado a cabo con respecto a los palestinos desde hace décadas, a base de decisiones voluntarias y no obligadas o determinadas por las guerras con los vecinos árabes. La más lesiva de ellas, la colonización de las tierras al oriente de Jerusalén con el establecimiento de asentamientos donde viven decenas de miles de colonos judíos. Si Donald Trump hace efectivos los puntos de la ley JEA entorpecerá enormemente los esfuerzos de las partes para tratar de sacar al proceso de paz del estado de hibernación en que se halla, si no termina por liquidarlo.

Ni siquiera creo que sea bueno para Israel. Acuérdense de cómo fueron los primeros años del siglo actual, con la Intifada Al-Aqsa -Al-Aqsa es el nombre de la mezquita principal de Jerusalén- desatada tras una visita que hizo el entonces jefe de la oposición, Ariel Sharon, a la Explanada de las Mezquitas: años de bombas en autobuses israelíes, reiterados bombardeos israelíes sobre la franja palestina de Gaza en su liza contra Hamás, el Movimiento de Resistencia Islámico Palestino...

Es sumamente difícil imaginar que Donald Trump pueda sacar de la chistera proyecto alguno aceptable para las partes si comienza por humillar a una de ellas, la palestina, trasladando la embajada a Jerusalén.

Nada bueno cabe esperar cuando líderes políticos y religiosos del Oriente Próximo han advertido a la Casa Blanca de que esa decisión podría convertirse en una espoleta para los grupos radicales violentos. Hasta el Papa abogó ayer por mantener el estatus quo de las últimas décadas.

Tanto Bill Clinton como sus sucesores George W. Bush y Barak Obama pospusieron cada seis meses la aplicación de la Jerusalem Embassy Act. Es de suponer que siempre hubo poderosas razones de seguridad nacional para hacerlo, razones que se imponían a otras consideraciones. En el caso del presidente Obama, pese a que su vicepresidente, Joe Biden, y su secretario de Estado, John Kerry -senadores en 1995- votaron en su momento a favor de la JEA; una decisión marcada en los archivos del Congreso, pero no en los de la Casa Blanca.

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