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Historias

Lo que da consistencia a una narración y le garantiza el éxito ante sus oyentes es que les diga lo que ellos esperan oír

JOSÉ MARÍA ROMERA

Jueves, 28 de diciembre 2017, 23:29

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Hoy no hay información ni pensamiento que valga si no nos viene servido en forma de narraciones más o menos atractivas que aporten a los temas áridos y a las cuestiones complejas el calor humano que los hace cercanos. Para que algo llegue a la mente y el corazón del ciudadano-espectador es preciso que adopte la forma de una fábula, ya sea destinada a vender boletos de la lotería o para ganar un voto que tiene más de adhesión emocional que de decisión consciente y juiciosa. No es nada nuevo. Desde los relatos fundacionales de religiones y credos hasta los mitos que dan soporte a las identidades colectivas, los humanos siempre nos hemos nutrido de historias a través de las cuales experimentamos cierta ilusión de conocimiento. En realidad eso es lo que somos: animales contadores de historias, como explica el antropólogo Jonathan Gottschall. No importa que a menudo nos contemos patrañas haciendo creer que son relatos verídicos. Lo que cuenta es que nuestras elaboraciones narrativas sean coherentes, encantadoras, sólidas y, por encima de todo, afines a nuestros intereses. Lo que da consistencia a una narración y le garantiza el éxito ante sus oyentes es que les diga lo que ellos esperan oír, ni más ni menos. No extraña, pues, que en tiempos de posverdad se hayan multiplicado los adictos a las series televisivas y que los noticiarios se parezcan cada vez más a los viejos géneros de la narrativa sensacionalista. Entre el ciego que recitaba truculentos romances en las plazas de los pueblos y Piqueras dando los detalles del último crimen machista no hay apenas diferencias. Nada separa tampoco las dulces historietas publicitarias de las parábolas contadas por los profetas para vender su mercancía a la parroquia de turno. El problema es que construir una imagen del mundo a base de narraciones (que es lo mismo que desterrar las explicaciones científicas, las teorías razonables, los complejos recuentos de datos y la deliberación desapasionada) significa renunciar a todo lo que no sea puro afecto. O espectáculo. Porque ese es otro de los rasgos característicos de los modos de contar en nuestro tiempo: el de configurarse de acuerdo con los patrones de una ficción televisiva que exige historias maniqueas, de trazo grueso, excitantes y divertidas, con personajes planos claramente separados en héroes y antagonistas, que atrapen las emociones del receptor al tiempo que lo alejen de cualquier razonamiento. Luego resulta que la vida va en otra dirección y sus historias son las más de las veces inconexas, tediosas, llenas de episodios aburridos y en último extremo indescifrables que además tienden a dejarnos en mal lugar. La posverdad no consiste en decir mentiras impunemente, sino en crear relatos con apariencia de verdad para todos los gustos que nos permitan quedarnos con el que más nos conviene.

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