Borrar

Celebrities virales

«El deseo de conocer al prójimo y de verter comentarios más o menos maliciosos sobre él no es nuevo, ni novedoso, ni actual. Cambian los medios pero no los fines»

CARLOS GIL DE GÓMEZ PÉREZ-ARADROS - ESCRITOR Y POLITÓLOGO

Domingo, 24 de septiembre 2017, 00:21

Necesitas ser suscriptor para acceder a esta funcionalidad.

Compartir

Vaticinaba Andy Warhol que «en el futuro, todo el mundo será famoso durante quince minutos». Pues bien, como decía Radio Futura, «el futuro ya está aquí». Por muy artístico y pop que comience la tribuna de hoy, no debe caber duda de que mi intención va un poco más allá (si es que debemos buscar algo más) del arte o, mejor dicho, debemos, en muchos casos, separar el arte de la fama.

Desde que los medios de comunicación masiva se generalizaron, la fama se fue incrementando en número pero no en durabilidad, siguió manteniendo una vinculación casi intrínseca al que se la había ganado, el medio por el que la hubiera obtenido poco importaba. En el pasado, un tiempo que todavía convive con nosotros, el que nacía o se hacia famoso lo seguiría siendo, salvo rara excepción, hasta más allá de la muerte. Esta proyección pasiva (es decir, sin retroalimentación) de los medios que creaban e incrementaban la celebridad de alguien, de un modo acelerado, se ha visto superada por medios (activos y vivos) que encumbran o derrumban la popularidad de cualquier individuo. Tanto es así que las redes sociales o canales minoritarios de televisión a la carta elevan a las tarimas del reconocimiento a personas anónimas que, sin darnos cuanta, vuelven a pasar desapercibidas en pocas semanas o meses. Todavía los hay, es cierto, aquellos famosos que lo son desde la cuna y lo serán hasta la sepultura, les guste o no, pero cada vez se ven con menos frecuencia. Éstos, como sus padres y/o abuelos, tenían y tienen el derecho cuasi exclusivo de la aparición en el papel cuché, soporte, sólido donde los haya y cada vez menos utilizado por los ávidos curiosos de la vida de los demás.

Los tiempos actuales han cambiado tantas cosas que la fama no ha podido quedarse al margen. Tenemos la sensación, real, de correr detrás de la noticia de un determinado personaje que ya ha sucedido, ya se ha distribuido por las redes, ya ha sido comentada y, en muchos casos, ya se ha visto superada y olvidada cuando nos queremos dar cuenta. Volviendo al ejemplo del final del párrafo anterior, cuando un famoso o una famosa se casa conocemos todos, la mayoría o algunos de los detalles en tiempo real, para cuando han llegado a los quioscos nos parecen imposturas irreales pasadas por un profundo retoque fotográfico. Si no es el ahora, ya no es real.

Siempre se ha dicho que la fama cuesta pero hoy en día parece costar poco o, al menos, nos parece más accesible y, por ello, más deseable y apetecible. Si no eras hijo ilegítimo de alguien o cantabas como un ruiseñor, poco menos que olvidabas para siempre acceder al estatus de la fama y la notoriedad. Ahora la televisión, en cientos de canales y en miles de programas, proporciona la posibilidad de hacerse un hueco temporal en el mundo de los conocidos y, por ello, alimenta el deseo.

Ahora bien, esta democratización de la celebridad (hoy en día parece que todo se debe democratizar, generalizar y banalizar) es endeble y la fama que se adquiere, perecedera y fugaz. Todo ello parece lógico cuando los medios para hacerse conocido (eufemismo despectivo, sin duda) se han incrementado exponencialmente. Puede que las técnicas sigan siendo las mismas: cantar, cocinar, actuar o meterse debajo de un edredón, pero las posibilidades y las ofertas para hacerlo son mucho mayores. La fama vende y por ello se debe producir y fabricar, como si de una estrella fugaz se tratase: debe ser rápida, intensa y, sobre todo, dejar paso al siguiente. Cada vez con mayor frecuencia tendemos a no reflexionar demasiado sobre la ingente cantidad de información que nos bombardea, consecuencia, en parte, de la descomunal cuantía de datos que nos llegan.

Todas estas habladurías digitales de personas desconocidas se deben medir en megas, tanto por su carácter virósico como ingente. De hecho, buscando a famosos (intensos y cortos) encuentro a personas de las que no he oído hablar que son seguidos por 20 millones de personas en Instagram y otras tantas en Twitter. Todo es a lo grande, incluso, o sobre todo, su esencia efímera. Hablar de esta insoportable levedad del presente nos lleva, desemboca, de modo inevitable en autores como Lipovetsky y en sentencias como la del filósofo francés: «Vivimos inmersos en programas breves, en el perpetuo cambio de las normas y en el estímulo de vivir al instante».

No obstante, no todo es lo que parece. Desde el punto de vista del que suscribe estas frases conexas, más allá de la velocidad o la ingente cantidad de chismorreos de seudo-famosos, los fines no han cambiado demasiado. El deseo de conocer al prójimo y de verter comentarios más o menos maliciosos sobre él no es nuevo, ni novedoso, ni actual. Cambian los medios pero no los fines. Además, ¿quién no conoce al que trata de ser protagonista (popular) en la comunidad de vecinos, el grupo de amigos o en el bar de siempre? Tampoco ha cambiado demasiado, ¿no les parece? Al final, tendemos a añorar a las viejas glorias y a antiguos famosos que se solidifican en el tiempo pero que nos resultan familiares, conocidos e inmutables. Y no solo en el mundo de la fama...

Reporta un error en esta noticia

* Campos obligatorios