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BANDERAS

Sábado, 21 de octubre 2017, 23:54

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Los optimistas tienden a pensar que no hay mal que por bien no venga, aunque aplicarse en semejante creencia pase por forzar lecturas positivas para las desgracias cuando ya parecen inevitables. Después de la grave fractura que el secesionismo ha provocado en la sociedad española, y de forma especialmente dramática en la catalana, tal vez proceda valorar lo poco bueno que el desafío de los sediciosos ha dejado en una mayoría que permanecía callada, acaso dormida, no se sabe si prisionera de sus complejos o simplemente acomodada en la tibieza de su resignación.

Podría decirse que el golpe de Estado perpetrado por Puigdemont, Junqueras, Forcadell y sus secuaces ha servido, por lo menos, para liberar a muchos españoles de las ataduras que les impedían expresar abiertamente su sentimiento de pertenencia a un país que, en el curso de cuarenta años de democracia, ha sido capaz de situarse en la élite de las naciones más avanzadas. De alguna manera, cuatro décadas después del fin de la dictadura, pervivía en ciertos sectores de la sociedad española una suerte de complejo: el de sentirse herederos de un régimen que, pese a haber sido superado por la voluntad de concordia que guió la Transición, seguía haciéndose visible para una parte de los ciudadanos en los símbolos de su patria.

La Constitución que refrendó la conciliación de los españoles estableció en su artículo 4 que «la bandera de España está formada por tres franjas horizontales, roja, amarilla y roja, siendo la amarilla de doble anchura que cada una de las rojas». La misma que, con el único paréntesis de la tricolor establecida por la II República, viene representando al país desde hace más de 230 años, después de que Carlos III la implantara en 1785 como pabellón de la Armada y poco más tarde fuera adoptada como enseña nacional. Sin embargo, y a pesar del consenso con el que se aprobó la Carta Magna, el deseo de pasar página e iniciar un nuevo proyecto de convivencia no pudo evitar el efecto de las secuelas del franquismo. Los nacionalistas, la izquierda e incluso una parte del centro sociopolítico siguieron viendo en la bandera constitucional una seña de identidad de los ganadores de la guerra.

Tal vez haya que buscar ahí una de las razones, sin duda múltiples, por las que los símbolos de las comunidades autónomas de la nueva etapa democrática empezaron a ser acogidos con entusiasmo en determinados círculos políticos, como si estuvieran investidos de una dignidad que les costaba reconocer en el estandarte -pese a incorporar el nuevo escudo adoptado en octubre de 1981- y en el himno «heredados» del régimen anterior. Los éxitos internacionales de deportistas o de clubes españoles han permitido verificar la forma en que las banderas de las autonomías se apropiaban del espacio que, en teoría, hubiera correspondido ocupar a la de España. Algo que no ha ocurrido sólo cuando los ganadores eran equipos afincados en las comunidades con más claras tendencias centrífugas. Basta repasar las imágenes del acto de entrega de la última copa de la Liga de Campeones conquistada por el Real Madrid, un club que reivindica la representación genuina de la españolidad del fútbol patrio. Como ejemplo palmario, las enseñas que exhibían sus jugadores: la de Colombia, la de Costa Rica, la de Francia... y la de Andalucía ceñida a la cintura de Sergio Ramos en el momento de levantar el trofeo.

Y qué decir de los pitidos con los que las aficiones del FC Barcelona y del Athletic de Bilbao han tratado de impedir que se escuchara el himno español cada vez que han jugado alguna de las finales de la Copa del Rey. El mismo himno al que el líder de Podemos, Pablo Iglesias, se ha referido como una «cutre pachanga fachosa», en el más puro estilo del español descrito hace siglo y medio por Joaquín María Bartrina, un catalán de Reus que retrató en verso la falta de autoestima nacional: «Oyendo hablar a un hombre, fácil es / acertar dónde vio la luz del sol: / si os alaba a Inglaterra, será inglés / si os habla mal de Prusia, es un francés / y si habla mal de España... es español».

La convulsión azuzada ahora por el embate del independentismo victimista y xenófobo ha provocado una crisis social cuya dimensión tardará tiempo en ser evaluada. Las emociones han relegado a los hechos. La sensatez ha sido despreciada. Al hilo de las manifestaciones del pasado fin de semana, Víctor Amela, en La Vanguardia, ha acusado a España de esgrimir su bandera como «un objeto contundente para empuñar contra cualquier otra bandera o idea». Esto en un estado que eligió democráticamente como forma política la monarquía parlamentaria, pero en el que cualquier ciudadano puede exhibir la enseña republicana o una 'estelada' y defender sus ideas con libertad, siempre que lo haga dentro de los márgenes de la ley. En un país, por cierto, entre cuyos pobladores nunca se ha desaprovechado una ocasión para ultrajar los símbolos nacionales. Pero también, finalmente, en una nación donde, estimulados por la provocación catalana, muchos ciudadanos acaban de liberarse de prejuicios para mostrar un cierto orgullo de lo español que, como ha señalado Ricardo de Querol en El País, ya no se circunscribe «a esa caricaturizada derecha centralista nostálgica del franquismo».

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