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Yihadismo, manual de instrucciones

ENRIQUE VÁZQUEZ

Jueves, 29 de junio 2017, 23:28

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El 11 de abril pasado, la Fuerza Aérea norteamericana lanzó por vez primera la bomba convencional más devastadora de que dispone: GBU-43/B, de diez toneladas, arrojada sobre un blanco escogido en Afganistán. El hecho fue interpretado como una petición o una exigencia del presidente Trump, desinhibido y deseoso de dotarse de una imagen de energía, y se inscribía en el marco político-estratégico vigente en Washington si se anota la cobertura dialéctica que le dio algo más tarde el general Mattis, secretario de Defensa, quien declaró el 19 de mayo que la acción militar norteamericana contra los yihadistas estaba pasando del nivel de «castigo» al de «aniquilación». Mattis tiene una buena reputación y ha estado fuera de la agria controversia suscitada por la formación del gobierno del presidente, pero no está claro si apoya una pretendida solución militar al combate contra el yihadismo o cree más bien que elementos políticos, grandes dosis de pragmatismo y ciertas concesiones serán, a fin de cuentas, parte del proceso de cancelación de la tragedia en curso. El lector puede pensar ahora, por ejemplo, que la impresionante exhibición de la GBU-43/B en el combate contra los talibanes entendía ser una argumentación psicológica, no de importantes réditos tácticos. De hecho, nada cambió sobre el terreno y el 31 de mayo un terrorista hizo estallar un camión-bomba en el barrio diplomático de la capital, Kabul, muy bien protegido por la policía local y efectivos de las distintas embajadas, y mató a 150 personas.

La ecuación afgana es específica, hija de un contexto histórico, político y geográfico propio, lo que sucede con varios de los factores del yihadismo que, si bien es notoriamente transfronterizo y se remite a un pretendido Estado Islámico, no puede desprenderse de particularidades de fondo, aunque religión e idioma (no siempre) sean comunes. Este dato, esencial, explica las grandes diferencias entre las regiones ahora atravesadas por la cruzada yihadista, incapaz de ser homogénea en tanto que hija de orígenes estatales diversos, productos de la historia del Islam pero también del largo periodo de colonialismo que en algunos casos relevantes terminó ya muy avanzado el siglo XX. Por ejemplo las independencias, puramente nominales, de Irak, Jordania, Siria o Líbano son solo de las décadas veinte-cuarenta... A todo esto debe añadirse la división irreparable entre sunníes y shiíes, una fractura nacida nada menos que en el siglo VII, con la muerte (o asesinato, que diría un shií convencido) de Ali, primo y yerno del profeta Mahoma, en un contexto de trágica división confesional y política equivalente a una suerte de guerra civil aún no cancelada. De ese hecho procede nada menos que la rama shií del Islam, alrededor de la quinta parte de los 1600 millones de musulmanes que hay en el mundo. Irán, que es la antigua Persia, es la potencia shií por antonomasia.

¿Qué victoria? Todo esto ha llegado impecablemente conservado hasta hoy y constituye el fondo y la forma de una mezcla que hace imposible descifrar lo que sucede en Líbano, Irak, Siria, Yemen o Bahrein sin atender a estas categorías confesionales, culturales y, de hecho, políticas. No hay un escenario homogéneo en el que actuar y el drama sirio, que la división y las incompatibilidades llevan a un extremo nunca visto, es el ejemplo absoluto de la inutilidad de pedir a los beligerantes sentido práctico y, visto lo visto, también es inútil persuadir a las grandes potencias, EE UU en cabeza, de la necesidad de relativizar, matizar y precisar qué sería la pretendida victoria sobre el yihadismo, entendido como mero sinónimo de terrorismo.

La así llamada victoria sobre el terrorismo (o sus expresiones formales, como el 'Estado Islámico', radicalmente sunní) será siempre inasible, indefinible, imperfecta y exigirá una aproximación realista, práctica, hecha desde alianzas que según qué territorios propongan una salida que nunca podrá ser una victoria completa. Es más que útil tener en la memoria el ejemplo de la crisis en Afganistán: tras los atentados del 11 de septiembre de 2001 en Nueva York los EE UU lanzaron casi inmediatamente (solo tres semanas después) la llamada 'Operación Libertad Duradera'... que aún dura, ha reunido decenas de miles de los soldados mejor equipados del mundo, reunido a una coalición casi universal... y 16 años después apenas puede mantener el control de las ciudades y ha sido incapaz de derrotar a los insurgentes. Rápidamente dicho, ¿no habría sido mejor liquidar a Bin Laden, en cuanto que responsable último, como jefe de al-Qaeda, de la tragedia de Nueva York y dejar a quien entiende, el vecino Pakistán, la tarea de lidiar con la crisis inmanejable de Afganistán? Los talibanes no han sido, ni serán nunca, derrotados por completo y sobra decir que el proceso de afganización del conflicto ha fracasado.

Hay una cierta licitud política y aún moral en la insurgencia inicial talibán y solo una equivocada tendencia a tomar los ideales liberales occidentales como remedio infalible en cualquier contexto explica el desastre, repetido en otras latitudes. El Irán shií, modelo de éxito a su modo, ha resistido bien la presión sunní de la vecindad, superado el cerco total a que fue sometido desde la ruptura de relaciones con Washington en 1981 y ha firmado un acuerdo sobre su programa atómico refrendado por la comunidad internacional, modelo de sentido común, blindado por una resolución ad hoc del Consejo de Seguridad de la ONU y joya de la herencia de un tal Barack Obama.

No es exportable por desgracia: el autoproclamado Estado Islámico es inclasificable, supranacional, fanático, una contra-cruzada repleta de 'mártires', hija de un proceso en marcha de envergadura histórica: una fitna (cisma) como la que estalló tras el asesinato de Ali en 661. El drama en curso es antes que nada una guerra civil inter-musulmana y el mundo liberal pugna sin éxito por encontrar la virtud, el campo al que ayudar... Vana tarea.

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