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VENTANA A LA CALLE

Y la nave va: la Rosario

RICARDO ROMANOS

Domingo, 11 de junio 2017, 23:04

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Bueno, ya estoy aquí otra vez en figura de abuelete, mis queridas nietitas y nietitos. Recordad que os dejé la semana pasada allá por los años 50 del pasado siglo y en ello estamos. Pues bien, hoy os voy a hablar de la Rosario. Y de la leche, de la buena leche, de la leche de vaca de verdad, y no de ese líquido blancuzco, inodoro e insípido que creéis que es leche y que se compra en los súper en un envase de cartón que llamáis tetrabrik. La Rosario era nuestra lechera. La que nos traía la leche a casa todas las mañanas menos los domingos. Así lloviera a cántaros, helara, nevara o derritiera la calor los sesos del gentío. En bicicleta, la repartía. Con dos cántaras de latón colgadas de cada lado del manillar y otras dos en una parrilla tras el sillín. ¿Que qué es una cántara? Pues una vasija donde caben 16 litros más o menos, un peso el acarreo de las cántaras, echad las cuentas. La Rosario tenía la vaquería con media docena de vacas allá por Murrieta arriba. Y bajaba hasta el centro y volvía a subir a repostar para atender a su numerosa clientela las veces que hicieran falta. A pedal. La Rosario, guapa mujer, pero que muy guapa. Mi madre decía que tenía que tener familia por la Bretaña francesa. Por sus finas facciones, lo blanco de su cutis, lo ancho de sus caderas, su cabello rubio y sus expresivos ojos azules. Y sus tetas, que hacían ornato y gala al todo de su admirable profesión. Me acuerdo. La Rosario era amable y simpática con los niños cuando bajábamos al portal a recoger la leche en un pucherazo de hierro esmaltado que pesaba un quintal. Entonces la leche era leche, recién ordeñada, aún tibia de establo cuando nos llegaba. Entonces no había ni desnatada ni entera ni semi, ni de esas otras raras que hay ahora, como la de soja, aggg. La leche olía a leche, vosotros ya no sabéis qué es eso: quesito, suavísimo queso. Y había que hervirla para evitar posibles enfermedades porque la leche cruda tiene muchas bacterias. Y para su conservación, sobre todo en verano, pues era rara la casa donde había neveras, frigoríficos eléctricos, todo un lujo en aquel tiempo. Una vez hervida se retiraba la grasa, la nata, que flotaba en la superficie. ¡Ay, la nata, la nata!... Riquísima con un poquito de azúcar como postre del desayuno, fresquita. ¡Y las natillas! No, esas que venden ahora en tarrinas de plástico, no: las natillas de verdad hechas en casa con leche cocida de la Rosario. Con vainilla, canela, yemas de huevos, azúcar, la piel de un limón y una galletita maría... ¡Y los calostros!, mamoncillos míos, esa primera leche que mamasteis y la primera que maman también los ternerillos y que la buena Rosario nos regalaba porque eran buenísimos contra gripes y resfriados, y mejores todavía con azuquiqui: pura droga de la buena para el sentir de nuestras almas y lengüecillas... ¡Uy, y qué cuajo que tenía la Rosario!, ¡qué cuajadas, mamá. Con miel, srlup, srlup. ¡Y la mantequilla! ¡Pero qué mantequilla se hacía con la riquísima leche de la Rosario! Bueno, la Rosario era muy honrada, porque si aguaba la leche lo hacía lo justito y recomendable. Y en su casa. No como algunas y otros a los que no era raro ver rellenando sus cántaras sin ninguna discreción en una fuente que había en la plaza de San Agustín. O en otras. Que daban vergüenza ajena, por Dios, como decían mis abuelas. También había lecheros que llevaban su leche en carritos de madera tirados por burros. O en bicicletas, tirando de un pequeño remolque artesanal. Hubo uno, muy moderno, que la transportaba en moto-carro, como esos de la India que salen en La 2. Bueno, qué felices, así, de lejos lejísimos, fueron aquellos logroñeses años de cuando fui como vosotros. Y qué buena la leche aquella, tan maternal, tan olorosa, de la Rosario. Nos llaman a cenar. Uhúmmm, ¿habrá natillas? Vamos, vamos, bestezuelas.

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