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Nuestro inquietante amigo Erdogan

ENRIQUE VÁZQUEZ

Martes, 25 de abril 2017, 23:59

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El presidente de la República turca, Recep Tayyip Erdogan, presenta tres inconvenientes: tiene mal carácter, escucha poco y gana siempre las elecciones. Lo último quedó confirmado en el referéndum del domingo: por un 2,6% de los votos expresados ha recibido lo que debería haber sido, tratándose nada menos que de redactar una nueva Constitución, un texto pactado lo más posible y es, ni más ni menos, un cambio de régimen que será presidencialista, delicioso eufemismo siempre a mano para anunciar o constatar hábitos autoritarios y poco dialogantes.

Erdogan obtiene así un récord absoluto en el escenario turco. Desde que entró en política en Estambul en 1994 con el Rifah y conquistó la alcaldía lo ha logrado todo: municipales, parlamentarias y ahora la presidencial. Su partido, siempre islamista, pero rehecho por él y cuyo nombre ahora es Partido de la Justicia y el Desarrollo (AKP en la sigla turca) también adquirió el hábito de ganar los referéndums, un mecanismo, por cierto, al que el país parece abonado como un método que, debiendo ser excepcional, ha sido allí habitual. Desde 1961 ha habido seis, varios de ellos convocados por los militares golpistas, que también los ha habido y, por cierto, menos criticados en Occidente que Erdogan. De hecho, lo que la consulta del domingo supone en términos históricos es el cambio total del marco político y social que la poderosa influencia de los oficiales kemalistas había patentado y convertido en un poder desmesurado y sumamente inconveniente, además de crudamente antidemocrático, con el golpe de Estado del general Kenan Evren en 1980, que permitió a los uniformados permanecer en el poder hasta 1989. Lo que está ahora al borde de su fin es el poco menos que el intocable diseño nacional de los militares, cuyo papel es todavía un eco de la epopeya del padre de la Turquía contemporánea, el general Mustafa Kemal Atatürk, quien terminó de liquidar el multisecular sultanato, derrotado por las potencias occidentales en la Gran Guerra 1914-18 y creó la Gran Asamblea Nacional, nombre algo altisonante que aún conserva el parlamento. Atatürk también fundó el Partido Republicano del Pueblo, que dominó la vida pública durante decenios y hoy es el eje de la oposición (133 escaños de un parlamento de 550 de los que el AKP tiene 317).

Este breve compendio histórico era del todo preciso porque el lector debe asumir que lo sucedido el domingo en Turquía es, literalmente, historia con mayúsculas. Es un cambio de régimen, no de gobierno y, para decirlo todo, el ejecutivo no ha hecho gran cosa por ocultarlo: se dispone a reescribir la Constitución y a acomodar buena parte del arsenal legal a la tradición jurídica islámica en su versión turca que es, por cierto, notable, propia, amplia y autónoma como corresponde a la antigua gran potencia otomana. Y tiene algo, en lo que toca a Erdogan, de revancha histórica en nombre propio y el de su formación islamista, ninguneada, proscrita y humillada por los militares tras su primera y limpia victoria, la que obtuvo Necmettin Erbakan con su Rifah Partisi (Partido del Bienestar) que le permitió ser primer ministro un año (junio 1996-junio 97) antes de ser depuesto por una especie de curioso golpe 'legal' ejecutado por una conjunción del Alto Mando militar y jueces del Supremo invocando infracciones de la Constitución.

Esta breve referencia a Erbakan no es ociosa y una anécdota que trascendió en su día probará el volcán de tensión reinante entre los genuinos actores de la vida política mencionados. Según la costumbre, el día de la fiesta nacional, el jefe del Estado daba una recepción en su residencia a los militares y Erbakan lo hizo... pero no había en el cóctel bebidas alcohólicas. Los uniformados no perdieron la ocasión de oro para dejar claro quién manda aquí: uno de ellos corrigió el error y con un automóvil aportó en seguida las bebidas necesarias... Cuando Erbakan murió en marzo de 2011 alrededor de un millón de personas le dieron su último adiós movilizados por los islamistas y un tal Erdogan y un tal Gül portaron en algunos tramos el féretro con su cadáver.

El jefe del Estado lo era desde agosto de 2014, fecha en la que sucedió a Abdullah Gül, su viejo compañero de ruta, jefe del Estado en dos periodos sucesivos y primer ministro, ministro de Exteriores y mano derecha suya en la preparación del nuevo escenario institucional hasta que el plan de relevo y cambio estuvo preparado en todo detalle e inserto en el calendario institucional adecuado y sus servicios no fueron técnicamente precisos. Ahora se susurra en Ankara que Gül no comparte al 100% el diseño global de Erdogan, lo que se dice aún más claramente de Ahmet Davutoglu, un acreditado exministro de Exteriores y primer ministro (2014-2016).

Se puede creer que el frustrado golpe militar contra Erdogan de julio pasado, seguido de detenciones, depuraciones y ceses por millares en los ambientes tenidos por progolpistas, aceleró, si no resucitó literalmente, el proyecto de cambiar el régimen y hacerlo de clara inspiración islamista. Sea como fuere, digiriendo aparentemente sin inmutarse los reproches y la inquietud que en la UE suscita su victoria e insensible al muy razonable punto de vista de que una Constitución merecería una aprobación mucho mayor para ser útil y sinceramente aceptada, Erdogan ha llegado a la culminación de una carrera realmente impresionante. Tiene 63 años y no es imposible, sobre el papel, que si todo le va bien pueda ser el característico líder cuya personalidad tiña por decenios la historia de un país. Tal vez le consuele saber, o suponer, que en el Washington de Trump le harán menos reproches y que la UE procurará no cancelar el extraordinario acuerdo sobre refugiados que nos permite tener controlados y atendidos en suelo turco a casi dos millones de ellos contra la módica suma de 3.000 millones de euros anuales y la obligación práctica de que cerremos un ojo y la mitad del otro.

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