Ladrones
FERNANDO SÁEZ ALDANA
Jueves, 30 de marzo 2017, 00:06
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FERNANDO SÁEZ ALDANA
Jueves, 30 de marzo 2017, 00:06
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Todo ciudadano honrado atesora un dinero que, en virtud de una maldición bíblica, ha de ganar trabajando. En el mismo instante en que surgió la propiedad privada, cuando un ser humano obtuvo su primera moneda, apareció otro con intención de arrebatárselo. Robar quizá sea la segunda actividad humana más antigua, después de codiciar. Así que, durante toda su vida, el individuo con más o menos dinero en el bolsillo no dejará de exponerse a que alguien le meta la mano para quitárselo.
Básicamente hay dos modos de afanar los cuartos ajenos: el robo y la sustracción. El primero implica violencia y es propio de los ladrones ilegales, denominados delincuentes. Sustraer, en cambio, es mangar sin violencia, de forma oculta o fraudulenta. Existen dos variedades de sustracción: una ilegal (desfalco, fraude, apropiación indebida y demás) y otra, que es a la que voy, perfectamente legal. En España, el robo legítimo (no es un oxímoron: robar es quitarle a alguien lo que le pertenece) lo perpetran sistemáticamente Grandes Ladrones: el mayor de todos es el Estado, Alí Babá indiscutible, a través de sus redes de extorsión estatal, autonómica y local, y a cierta distancia las grandes empresas dispensadoras de servicios que a los ciudadanos no nos queda otra que contratar: la banca y los proveedores de electricidad, gas y telecomunicación.
Sólo para enumerar las meteduras de mano en el bolsillo particular que este formidable hampa nos propina de manera continuada necesitaría varias páginas. Por su contumacia, o su actualidad citaré, por ejemplo, el choriceo bancario a costa de las comisiones y sobre todo de las hipotecas: multidivisas, cláusulas suelo, gastos de formalización (entre los que destaca el impuesto de Actos Jurídicos Documentados, ejemplo de comensalismo institucional de carroñeros impositivos), el cobro de plusvalías municipales en ventas de inmuebles con pérdidas o los de cantidades fijas aunque no consumas nada de agua, luz, gas o teléfono, y la insoportable persecución del automovilista a multazos. Con todo, el mayor latrocinio es la cantidad de impuestos con los que el monstruo tricefálico de la Administración nos devora, ante todo para financiar su propia existencia y dilapidar después lo que sobre en lo que se les ocurra, en lugar de dejar las perras en la cartera de sus propietarios para que se las gasten en lo que quieran.
Luego que el español (además, ya saben, de mujeriego y alcohólico) es un pícaro que en cuanto puede engaña al fisco, lo que lo convierte en algo mucho peor para el pensamiento único impuesto por el régimen socialdemócrata: insolidario. Cuando el hombre solo se resiste a que ladrones le sustraigan, en legítima defensa.
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