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Gaviotas en Madrid

El escudo de Madrid debería ser una gaviota y no un oso

CHAPU APAOLAZA

Miércoles, 15 de febrero 2017, 23:31

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La razón por la que Madrid aún no ha estallado en mil pedazos es que nadie pregunta de dónde es nadie. Nadie es totalmente de Madrid, que es la única manera de que todo el mundo sea de Madrid. Esta santa ciudad que Paco Pascual definió como un videojuego infinito, la capital que siembre encaja el golpe consiguió quitarse la tabarra de los orígenes de cada cual. No se pide el pasaporte ni a los pájaros.

La primera vez que vi a estos, me sorprendieron cruzando el cielo de la M-40. Me pregunté qué era aquél ave, más grande que una paloma, más pequeña que una grulla y más lenta que un ganso. Ese bando diseminado que volaba con cierto relajo estaba habitado por el ave más improbable que se pudiera encontrar allí donde el mar no es más que recuerdo: esas eran las gaviotas de Madrid.

Desde entonces las admiro con cierto afecto hermano. Por las mañanas forman nubes desordenadas casi de Hitchcock con las que coronan la infinitud de los vertederos y se tiran en tromba a picar las sobras del gigante. Al caer la tarde, cuando se inflama el cielo incandescente que algunos días parece hecho de lava, cruzan lentas el horizonte. A esa hora en la que los niños ya han vuelto del colegio, se retiran agotadas de tanto buscarse la vida, como todos, y se echan a soñar el mar sobre el espejo rosa de los embalses. Flotan con un aire deliciosamente exótico, como los flamencos del lago Bogoria en Kenia.

Las gaviotas, como los hombres, duermen en las afueras de sí mismas, que es donde prende la nostalgia. También como los hombres, la mayoría pasa sobre la ciudad gigante sin pena ni gloria, volando alto sin siquiera ser advertidas mientras allá abajo, a la salida de la oficina, un motorista se salta el atasco por el carril derecho preso de la urgencia.

Dicen que en la gran urbe hay cien mil, como los hijos de San Luis y que se cuentan de dos especies: reidoras y sombrías. Se me antoja que estos dos nombres son de bautizar rosquillas. Me gustaría saber cuál fue la primera en llegar. Debía ser, por fuerza, un pájaro aventurero y decidido, un pájaro explorador. Quizás abandonara la sal del mar y tomara el ascenso del Tajo y siguiera el agua dulce hasta allá donde el mar no se puede concebir, que cantó Sabina. O tal vez viviera mecido en las espumas blancas y leves del Cantábrico y se arrebatara un día con descubrir qué es lo que había detrás del los montes, más allá de las fronteras naturales de su territorio y de lo razonable. Parece creíble la tesis que sitúa su llegada en los años 80 y 90, quizás empujadas por la necesidad, y el viento del optimismo o siquiera por la entrada de España en la UE. Quién sabe. El escudo de Madrid debería ser una gaviota y no un oso, más aún después de que Carmena prohibiera los circos con animales. Los madroños son esas plantas con bolas rojas que nadie conoce. De momento, no podemos volar, pero vamos con ellas a ascender los ríos, abandonar lo que es de uno, a vivir a contracorriente, a viajar en busca del sustento y de uno mismo, a convencernos al cabo de todo de que nuestro camino es estar perdidos. Somos gaviotas sobre el asfalto.

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