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Con mayúsculas o con minúsculas

«La religión y los nacionalismos son los instrumentos perfectos para fanatizar a las masas, inocularles el odio a los enemigos y que acaben yendo como corderos sumisos al matadero»

PEDRO ZABALA

Domingo, 12 de febrero 2017, 23:53

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En el tipo de sociedad predominante a lo largo de la historia humana, desigual y jerárquica, están los superiores dotados de poder y abajo los inferiores, sometidos a aquellos. La cúspide es predominante masculina, lo excepcional son las escasas mujeres que han llegado a esa cima. Cultura patriarcal, todavía vigente, aunque intenten negarla los abominadores exasperados de lo que llaman ideología de género. Esquema patriarcal, mimetizado en los escalones inferiores, donde la condición femenina aparece aherrojada, tanto en el aspecto social como de género.

Los grandes del mundo son conocidos, viven en un pedestal (así se aprecia mejor sus pies de barro, sus miserias), se escriben con mayúsculas; los donnadie son casi anónimos, unas minúsculas o mejor unos números sirven para dar cuenta de ellos; pues sólo cuentan como escalones para que aquellos estén arriba. Los mayúsculas necesitan el boato y la ostentación, y una pequeña cohorte de aduladores -seleccionados entre los pequeños por su afición a trepar- que exalten su poderío. Los grandes llenan las páginas de los libros de historia, se les erigen estatuas y dedican calles. Alguna anomalía se produce cuando el nombre de un pequeño del pasado llega a alcanzar nombradía para la posteridad.

Los nombres de los poderosos van precedidos en nuestro idioma de un don. Don Fulano o don Mengano, signo de respeto por el que son llamados y designados. La picaresca acuñó la expresión «don sin din», aludiendo a aquellos infatuados por su nobleza de sangre que carecían de dineros para sostener el rango de su alcurnia de sangre.

Relataré una pequeña anécdota personal, a propósito del uso del don que me ocurrió en la lejana época de mi servicio de armas. Hice la mili corriente, no las milicias universitarias. Con los estudiantes, -y yo empezaba 5º de Derecho-, se ensañaban los mandos inferiores en el período de instrucción, sobre todo con los torpones como yo. En el campamento al acabar la jornada, yo cogía un libro y paseaba estudiando. Un día, se me acercó un sargento cascarrabias y con todo respeto me dijo don Pedro, y me formuló una consulta jurídica. La carcajada interior que brotó en mi pecho fue tremenda. Desde entonces, tanto él como los cabos, cuando no nos oían los demás y en tiempo de descanso se dirigían a mí con ese tratamiento.

Los tiempos han cambiado en parte esa situación. Una plebeyez seudodemocrática domina las relaciones humanas, extendida a través de los medios de comunicación, escritos, audiovisuales o digitales... Parecería a simple vista que habrían desaparecido las diferencias. Famosos desconocidos, de la noche a la mañana, se convierten en foco de atención, disputando la vanagloria a los poderosos. (Algunos de estos, más solapados, prefieren pasar desapercibidos, ocultando su poder para manejarlo en su interés con más eficacia y sin que se note demasiado), Y bastantes de los donnadie se identifican con esos ídolos, y alivian sus miserias con esa droga identificatoria. La publicidad comercial, a través de mensajes emocionales, se lanza a trasmutar deseos de consumo y apariencia en el tener más, en necesidades imperiosas para ser felices.

El gran problema que los poderosos provocan al resto de la humanidad es que nunca su poder les parece suficiente. De ahí los choques con otros poderosos para acrecer a costa de ellos. El territorio y la riqueza son la base de su poder. Para ensancharlos y defenderlos, ¿de quiénes van a echar mano sino de los donnadie? La religión, los nacionalismos son los instrumentos perfectos para fanatizar a las masas, inocularles el odio a los enemigos y que acaben yendo como corderos sumisos al matadero... Los grandes dan las órdenes asesinas, guerras y terrorismos, y los pequeños, las minúsculos mueren obedientes.

El grave problema de los poderosos es su miedo a perder la parcela del poder que han conseguido. Y lo más probable es que sea entre sus íntimos colaboradores donde surjan sus rivales. ¿Cómo impedirlo? Dividiéndolos, enfrentándolos entre ellos. Con guiños crípticos hacia quién pudiera ser su sucesor. Esto se ve mucho más claro en el teatro de la política. Las pugnas intestinas, las zancadillas entre los corifeos por ganarse el favor del mandamás son constantes. En nuestra patria es cotidiano este espectáculo, tanto entre los viejos partidos, como entre los nuevos que tan pronto han asimilado los vicios de lo que llamaban la casta. ¡Y es tan débil nuestra sociedad civil para poder poner coto a esta farsa!

¿Pueden los mínimos, los donnadie, tener esperanza? Hace apenas un mes, recordábamos el relato catequético-poético del nacimiento de Jesús en un pesebre en Belén. Es el relato del abajamiento de Dios para entrar en la historia, no como poderoso, sino como mínimo, con minúscula. El gemido de Jesús, envuelto en toscos pañales con sus padres y entre dos animales es un mensaje de paz y vida para todos los desheredados de la tierra. Mejor expresarlo en el lenguaje místico y certero de San Juan de la Cruz: «Pero Dios en el pesebre/ allí lloraba y gemía... Y la Madre estaba en pasmo/ de que tal trueque veía. El llanto del hombre en Dios/ y en el hombre la alegría».

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