Donald Trump arranca su presidencia con más miedo al miedo -peligro contra el que alertó su antecesor Franklin D. Roosevelt en semejante ocasión-que esperanza entre sus conciudadanos. Habrá que esperar, evidentemente, a ver cómo se comporta desde el Despacho Oval. Las impresiones, después de escucharle ayer en su discurso de investidura, son tan preocupantes que parece bastante difícil que al final se cumplan. Lo que haga está por ver pero lo que ha prometido, alardeado y amenazado hasta ahora no augura más que problemas y sobresaltos tanto dentro de los Estados Unidos como en el ámbito internacional.
De momento, capitaliza el récord de presidente más impopular de partida entre los 45 que se han sucedido al frente de la primera potencia mundial y, enseguida, el de más nacionalista cuando menos entre los recientes: «Por Estados Unidos y para Estados Unidos por encima de todo», clamó. No es su único record: es el de mayor edad (setenta años) que asume el cargo, el más polémico durante el proceso que le encumbró al poder y el más inexperto en política y en administración pública. Nunca desempeñó cargo alguno ni municipal, ni estatal ni federal, ni se forjó en el debate parlamentario ni en la responsabilidad de las Fuerzas Armadas.
Es indiscutible que ganó las elecciones -bien es verdad que con menos votos personales que su adversaria- y eso hay que reconocerlo y hay que respetarlo aunque haya sido de una manera tan atípica. Pero también es verdad que ninguno de sus predecesores que se recuerde, y los ha habido de condición y modos muy variados, desencadenó tanto rechazo entre una buena parte de la opinión pública y tantas protestas airadas en las calles.
Mientras ayer juraba el cargo sobre la Biblia de Abraham Lincoln ante decenas de miles de personas y las tropas desfilaban rindiéndole honores por la avenida de Pensilvania, entre el Capitolio y la Casa Blanca, multitudes poco frecuentes en Estados Unidos se manifestaban en contra y rompían escaparates por numerosas ciudades del país. De hecho ya lo han venido haciendo desde que en la madrugada del 9 de noviembre el mundo se sorprendió con la noticia de que Donald Trump había sido el elegido.
La fiesta de toma de posesión, el gran acontecimiento que cada cuatro años se produce el 20 de enero en Washington, en esta ocasión se ha visto empañada por el temor a lo que el nuevo mandatario pueda hacer. Su discurso, más protocolario que en otras ocasiones pero no menos exaltado, no tranquilizó. Quienes le han seguido a lo largo de la campaña, tardarán mucho, si es que algún día lo consiguen, en ver despejado el pesimismo que sus palabras y gestos les inspiran. Su soberbia es una razón para que nadie se imagine que pueda acabar moderándose y su afirmación mesiánica de que «está pasando el poder al pueblo», resulta difícil de creer.
La demagogia de Donald Trump -«el pueblo no compartía la riqueza», criticó, «el 'establishment' de Washington se protegía a sí mismo y no a los ciudadanos»- no es muy diferente de tantos y tan variados populismos como proliferan por Europa. El suyo es un populismo verbal y errático que, si se acaba viendo plasmado en órdenes ejecutivas, puede acarrear decisiones dramáticas para muchos y particularmente para la paz. Por eso, el temor afecta por igual a una parte mayoritaria de la sociedad norteamericana -le temen por igual algunos grandes empresarios norteamericanos que los emigrantes mejicanos-. Y entre los que le apoyan son mayoría los antisistema que esperan que cumpla sus promesas patrióticas: «Recuperaremos nuestras fronteras, nuestra riqueza y nuestros sueños».
Fuera de los EE UU, los ciudadanos que le han escuchado advertir que «hemos gastado billones y billones en el extranjero en su defensa olvidándonos de nosotros», tampoco contemplan el futuro, con Trump como árbitro internacional, con optimismo. En la economía, lo mismo que en la diplomacia, preocupa el cataclismo internacional que sus amenazas pueden causar cuando hay guerras y conflictos, con armas nucleares por medio. La paz sin él no brilló hasta ahora, hay que reconocerlo, pero con él manejando los hilos de la defensa y la seguridad mundial tampoco ofrece indicios de que pueda mejorar; antes al contrario. Todas sus ideas y proyectos son alarmantes.
La situación es tan preocupante en Washington que el futuro a medio plazo que se contempla como salida en los círculos de opinión empieza a contemplar la probabilidad de un 'impeachment' (destitución) que le aparte del cargo, como ocurrió con Nixon. Los expertos están convencidos de que sus excesos y su incapacidad para reflexionar, a lo que hay que sumar el sectario, misógino y apenas interracial de su Gobierno, dará razones para que su propio partido, el Republicano, donde tanto rechazo despierta, llegado el momento hasta lo propugne.
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