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EL BISTURÍ

Preferible la muerte

FERNANDO SÁEZ ALDANA

Miércoles, 18 de enero 2017, 23:43

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Había una definición de «segundo» que los automovilistas cabales aprobarán: tiempo que tarda el bobochorra de atrás en tocarte el claxon desde que se pone verde el semáforo (aunque algunos virtuosos de la bocina floja logran reducir este lapso a la décima parte). Todo para acabar unos metros más adelante perpetrando el recadito en doble fila y al que venga detrás que le den por delante. Pero los tiempos, no es que cambien, incorporan nuevos vicios conductuales sin renunciar a los viejos, y esta acumulación de lacras sociales acabará convirtiendo la difícil coexistencia urbana en insoportable. Un colega me propone esta nueva definición del «instante»: lo que tardan o en sonarle «el pu(ñe)t(er)o móvil» al paciente desde que entra en su consulta o en ponerse a toquetearlo su acompañante desde que se sienta.

Con un 95% de moviladictos, España es el país con más teléfonos portátiles del mundo, fenómeno responsable de un síndrome sociopatológico que podríamos denominar «Hipercomunicación frívola superficial permanente». Este auténtico cáncer social consiste en mantenerse continuamente conectado en red con otros afectados para intercambiarse mayormente mensajitos tontos o intrascendentes, chismes, meme(ce)s, videos graciosillos y demás chorradas, una auténtica pandemia de trivialidad propagada con eficacia acertadamente calificada de viral. El cáncer es un crecimiento desordenado de células que invade y destruye un tejido, en este caso el social. En tal sentido, resulta más acertada la denominación «celular» del teléfono móvil, porque en sentido figurado «cáncer» significa también «Mal que destruye o daña gravemente a la sociedad o a una parte de ella y es difícil de combatir o frenar», lo cual es aplicable a esta moviladicción universal.

Si un alienígena superior nos visitara de incógnito seguramente le asombraría descubrir una raza tan dependiente que es incapaz de vivir, no sin una víscera interna tan vital como el corazón o el hígado, sino sin un aparatito electrónico ajeno a su organismo, cuyo funcionamiento exige a cada espécimen utilizar ambas manos y lo que le quede de autonomía cerebral, y que los mantiene paradójicamente aislados de su entorno inmediato mientras se comunican con el remoto.

Puede que la causa de estar siempre dale que te pego al o al sea nuestro arraigado hábito de abusar de lo que es o nos parece gratis. Unos céntimos por cada mensaje innecesario y por cada reenvío de ocurrencia chistosa o de video bueníssimo bastaría para frenar la compulsiva necesidad colectiva de compartirlos. Dicen que renunciar al esmarfón te condena a la muerte social. Pues a lo mejor es preferible suicidarse tirándolo al Ebro que participar en la agónica degeneración de una sociedad que ha convertido la comunicación en un insufrible coñazo.

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