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VENTANA A LA CALLE

Cuento de Epifanía

RICARDO ROMANOS

Lunes, 9 de enero 2017, 00:01

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Los años no pasan de balde, gratis, se paga peaje por cada día que muere. A veces en forma de escamas en la piel, otras en el alma, que tórnase armadura, ese desalmamiento que acontece cuando dejamos de estar hechos de la misma materia que los sueños y comenzamos a trepar y trepamos, trepamos sin cesar hacia no se sabe dónde. Una vez me contaron la historia de un tipo duro, un militar serio y de silencios largos que alcanzó el generalato tras padecer cruentas batallas, ganar muchas medallas al mérito en combate, lanzar mucha artillería sobre quién sabe quién y cosas semejantes. Aquel hombre había visto mucho de lo que se ve en una profesión erizada, terrible al fin, y quizá por ello siempre fue adusto, parco en el decir y poco dado a mostrar sentimientos. Dormía mal, no recordaba cuándo dejó de soñar. Al llegarle el merecido jubileo se fue a vivir con su mujer a sus orígenes en un pintoresco pueblecito norteño y allí, junto a una agreste naturaleza, el horizonte marino a la vista, y sin querer saber nada del mundo, iba encontrando la dulce y melancólica paz de un hombre bueno. La historia era mucho más larga de lo que yo la voy a hacer aquí, pues quien me la contó describía con minuciosa e indudable satisfacción los cambios que se operaron en el carácter del protagonista y el cómo y el porqué aquel otrora recio espíritu castrense fue apaciguándose en un viaje de regreso a la inocencia. Al parecer todo comenzó aquella tarde del 5 de enero cuando don Maximiano Guerra, que así se llamaba aquel predestinado, halló en el desván de la casona familiar un arcón repleto de álbumes con cientos de antiguas fotografías familiares y de aquellos felices momentos, ya ten lejanos, de su infancia y primera juventud. Y también su gran y emocionante descubrimiento: el inmenso baúl donde se atesoraban los juguetes y las primeras lecturas del niño privilegiado que había sido: hijo único en familia acomodada. Allí, entre polvo ceniciento y telarañas, todo aquello que fue el minúsculo universo que conformó sus sueños infantiles y despertó su primeriza imaginación se le reveló como un fogonazo en la memoria. Ay, el sonriente rostro de su padre llevándole la mano en su primera carta a los Magos de Oriente, y luego la nerviosa emoción del no querer dormirse, la ventana entreabierta del salón, los zapatos relucientes en su alféizar, aquel paisaje de tejados nevados iluminados por una Luna fantamal, el arrastrarse por el frío pasillo hasta abrir, sigiloso, la puerta de los misterios, el olor incierto y excitante de los juguetes a estrenar, el guirlache en la bandejita de plata con tres copitas para el jerez, la indulgente belleza de su madre señalándole a los Magos ya adorando al Niño en el portal, los soldaditos de plomo, ¡el tren eléctrico!, el Meccano, los viajes en submarino con el capitán Nemo, el aeroplano del Barón Rojo, los últimos días de Pompeya, ¡la caja francesa de acuarelas!, Athos, Porthos, Aramis, D'Artagnan, el maravilloso Pathé Baby y sus pelis de Charlot, ¡el monito que tocaba el tambor!, los piratas de Mompracen, el rompecabezas de la torre Eiffel. Don Maximiano, aquel que fuera áspero general de Artillería conocido por la tropa como El Catafalco porque nadie lo vio sonreír jamás, bajó en un galope de risas las escaleras, tiznada de polvo la alborozada cara, un tamborcillo en bandolera y un cornetín de hojalata a todo pulmón, ¡tararí! ¡Josefina, Josefina -gritaba-, han venido los Reyes Magos, me han traído todo lo que les pedí, soy feliz! En principio la buena mujer pensó que a su marido le había dado un brote de demencia senil. Pero la franca alegría del anciano la hizo exclamar: Mi general, estás como para una foto, anda, lávate que vamos a cenar. Y le besó. Luego, tras la cena. Y don Maximiano, por fin, volvió a soñar. (Continuará).

Esta fábula tiene dos finales. Uno, feliz, para todos aquellos que, como yo, siguen creyendo que la Noche de Epifanía es una de las pocas y generosas cosas en las que se puede seguir creyendo. Si usted es de nuestra banda déle a la imaginación, búsquelo entre sus recuerdos y escríbalo. El otro es un final idiota. Que lo escriban todos esos soplagaitas que predican que los Reyes Magos son un mito traumatizante para su delicada prole. ¡Pobres hijitos, no saben en qué manos han caído!

Feliz Noche de Reyes, compadres y comadres.

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